Por un acuerdo mínimo

Poniendo en marcha un proceso de entendimiento mínimo le daríamos a la comunidad internacional una prueba de madurez, voluntad y lucidez política. Le ofreceríamos a nuestro pueblo una prueba inconfundible de nuestra decisión de auxiliarlo en este grave momento de su historia. Y volveríamos a echar a andar un proceso de liberación que luce estancado y sin perspectivas. Es nuestro imperativo categórico: entendernos. Es lo que la historia espera de nosotros.

«Miré, y vi un caballo bayo. El que lo montaba tenía por nombre Muerte y el Hades lo seguía: y le fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad y con las fieras de la tierra.»                                           Apocalipsis 6,7-8

Las cartas están sobre la mesa: un país que no resiste un día más de tanta penuria, un régimen resquebrajado que hace aguas por todas sus hendiduras, una ciudadanía que resiste con vida a duras penas, divididas las familias y desesperados sus miembros, unas fuerzas armadas reducidas a escombros, cuyos mandos se deshilachan entre la purulencia de la corrupción y la inconsciencia de sus altos mandos, unos partidos que ya no se representan ni siquiera a sí mismos. Y un gobierno a la deriva que se sostiene arrastrado por los cuatro jinetes del apocalipsis. De entre ellos, el más devastador: nuestra desunión, producto de nuestra propia inopia.

Hemos comenzado a pisar el fondo y me temo, contrariamente a quienes banalizan la hondura y extensión de esta crisis comparándola a otros desastres anteriores, que ésta, en particular, es de una dimensión y una profundidad mayor que todas las que viviéramos como colectivo en nuestro bicentenario pasado republicano. Ni siquiera en la peor de ellas, la de los cinco largos y pesadillescos años de la llamada Guerra Larga o Federal, estuvo en juego la identidad y sobrevivencia de la república misma. Hoy somos un guiñapo en manos cubanas. Nadie mejor que «los abajo firmantes» para darnos el testimonio.

Desesperados por asirnos al clavo ardiente que venga a resolvernos este espantoso problema, hemos esperado que la atención que nos ha dispensado la comunidad democrática internacional y la promesa deletérea de una intervención humanitaria bien podría venir a sacarnos las castañas del fuego. Una esperanza perfectamente legítima y fundada, pues el mal del que sufrimos, lejos de limitarse a nuestras fronteras, las rebalsa a todas convirtiéndose en una amenaza latente para todo el continente. Si Cuba pudo encapsularse en sí misma durante sesenta años y resguardarse en el respaldo nuclear de la Unión Soviética, hasta dejar de constituir un problema grave de política interior para los Estados Unidos, se debió en gran medida a su naturaleza insular. Y a los acuerdos alcanzados durante la Guerra Fría. Una insularidad que trató de superar infructuosamente durante cuarenta años, hasta recibir el regalo de los dioses de su primera cabeza de playa en uno de los bastiones geoestratégicos y energéticos del continente. Infinitamente más importante que Nicaragua o Bolivia. Que además de constituir un centro exportador de narcotráfico, terrorismo islámico y expansión ideológica del castro comunismo, se ha convertido en el mayor problema social del nuevo siglo: millones de venezolanos han desbordado sus fronteras y se han sumado a los problemas socio políticos y económicos del vecindario. De allí la imposibilidad para nuestra comunidad de naciones de desentenderse del problema venezolano. Nos guste o no nos guste, Venezuela es un problema geoestratégico mundial de primera magnitud que debe ser resuelto a la mayor brevedad y con la mayor radicalidad posible.

Aún así: más de lo que la comunidad democrática internacional hace por auxiliarnos, imposible: no sólo las graves sanciones de orden político y económico asumidas por los Estados Unidos, Canadá, Inglaterra y la Unión Europea, sino también la activa solidaridad política de las Naciones Unidas, la Secretaría General de la OEA, el Grupo de Lima y las acciones individuales de los distintos gobiernos que le niegan todo apoyo a la dictadura. A lo que se suma la generosidad con que se ha comenzado a recibir el masivo flujo inmigratorio de quienes escapan del infierno venezolano. Llega a ser conmovedor.

No obstante, hemos alcanzado un punto de saturación en el auxilio internacional y comienza a hacerse perentoria la acción de nuestras fuerzas internas que debieran complementarse y contribuir a precipitar la resolución del problema venezolano. Tiene razón el canciller chileno Roberto Ampuero y la tienen los miembros del Grupo de Lima, de cuya generosa solidaridad hemos recibido sobradas pruebas, en señalar que a fin de cuentas, la solución del problema venezolano es asunto que nos compete en primer lugar a nosotros, los venezolanos. Un llamado de atención al que debiéramos responder con la mayor urgencia mediante la concreción de un programa mínimo de entendimiento y transición entre las fuerzas que sobreviven a la catástrofe, se han negado a toda colaboración con la dictadura, no están dispuestas a seguir avalando al tirano ni a secundarlo a él o a sus intermediarios en acuerdos y diálogos inconducentes. Y que no tienen otro objetivo que el desalojo de la tiranía y el restablecimiento pleno del Estado de Derecho. Todos nos conocemos. Las menciones son innecesarias.

Le daríamos a la comunidad internacional una prueba de madurez y lucidez política poniendo en marcha un proceso de entendimiento mínimo. Le ofreceríamos a nuestro pueblo una prueba inconfundible de nuestra voluntad de auxiliarlo en este grave momento de su historia. Y volveríamos a echar a andar un proceso que luce estancado y sin perspectivas. Es nuestro imperativo categórico: entendernos. Es lo que la historia espera de nosotros.

Antonio Sánchez Garcia

Historiador y Filósofo de la Universidad de Chile y la Universidad Libre de Berlín Occidental. Docente en Chile, Venezuela y Alemania. Investigador del Max Planck Institut en Starnberg, Alemania