Por allá detrás de un vidrio

El fallecido no es una obra orgánica de belleza espontánea. Es un grito que un pañuelo alrededor de la cabeza no calla. Es un regalo que la realidad -la Vida con mayúscula- nos hace hacia la comprensión de una naturaleza que en el fondo integra las más perfectas formas con las más deformes e indigestas.


Sutura su boca, tapona su tráquea. Que no hablen más. Pega sus ojos. Suave, muy suave. Que no despierten hasta el día del juicio. Su presencia es inquietante. Desde el primero de ellos está la mancha de la culpa. Que quede profunda, bien adentro de la tierra, bien oculta entre los nubarrones que señalan el aguacero de la media tarde.

Cuántos retorcidos cuerpos han adornado bellamente para anteponerse a una horrenda mirada de la sucia alma posiblemente se esté pudriendo en el infierno. No importa. El funerario no es un juez, es un hermano. Hermano en el sufrimiento, sufrimiento en el vivir, o debería decir “del vivir”, así a secas, siendo uno y lo mismo, pues incluso el placer es padecer y el gemido otro grito a un paso del más intenso dolor. La justicia es tarea divina que algunos intentan garabatear de profetas iluminados y ocultos anticristos. ¿Cuál, entonces, la del tanatopraxista? La del bisturí, el algodón y el formol. El arte de mentir; del decir “por ahora no” o “no fue tan malo”. Su llamado es embellecer. Embellecer es un mandato que se impone sobre lo que carece de belleza; un atrevimiento, un ocultamiento por vergüenza de lo inherentemente feo y, por ello, indeseable.

Aquello que se ve más allá del visor del cofre o ataúd, esa anciana venerable de pómulos rosáceos, labios brillantes e hidratados y apacibles facciones y expresiones, de camándula y blusita de flores de colores debe ser alguien más. No es doña Inés. No es doña Mercedes. No es la abuela de alguien, ni tuvo madre que la pariera. Es un fingimiento, una parodia piadosa que cumple bien su función: Hacer parecer que todo estuvo y estará bien. La señora pa(de)ciente, la de verdad, a esa la ocultaron, la embriagaron con formol. La obra del ángel de Alá disimulada, enmascarada. Que parezca que se fue en paz, que digan que ese infarto fulminante no le pegó tan duro ni ese cáncer lo consumió hasta los bordes su espíritu.

El fallecido no es una obra orgánica de belleza espontánea. Es un grito que un pañuelo alrededor de la cabeza no calla. Es un regalo que la realidad -la Vida con mayúscula- nos hace hacia la comprensión de una naturaleza que en el fondo integra las más perfectas formas con las más deformes e indigestas. Pero, así como ver tanta luz enceguece, sumirse en oscuridad es igual. Hay que darle forma a lo incomprensible e intentar que la herida de un impacto siempre inesperado -porque a la muerte siempre se le dice “todavía no”- tome un rumbo hacia la sanación.

Es preciso hablar, incluso, que la paz del difunto es conjurada con tal habilidad que una muerte violenta, un accidente, un asesinato, un suicidio, huracán concentrado y borrascoso de dolores bruscamente lacerando la carne fría y sangrante, es embocada hacia un sueño profundo. No hay jueces aquí. Ladrones y homicidas, depresivos y gente que tal vez no tuvo un buen día -en absoluto-; la igualdad entre los hombres parece falsa hasta que hay que recogerlos en bolsas para cadáveres. Pero quién les lavará la sangre de las manos; quién aliviará la tensión de sus dedos que aun empuñan el arma. Y no hay culpables, en tanto no hay quién ni cómo juzgarlos. Formol por aquí, algo de algodón por allá, cera, pegantes, brochas y polvos: El artificio está hecho. Parece que no sólo un “cuasivivo” -como lo llamara Philippe Ariès en su lectura de Jessica Mitford- es el producto funerario sino, además, un “cuasisanto”, un beatífico durmiente que nunca debió fallecer y cuyo dolor justifica su redención.

Negar la muerte es la pauta y, cuando es imposible hacerlo, disimularla es aceptable (?). Puede ser moral o inmoral, racional o no, pero funciona, por lo menos hasta que se vuelve en sí del aturdimiento y el vacío se hace soportable. Este es el trabajo del tanatopraxista, uno que, sin darse cuenta, es capaz de trastocar la historia de cada sujeto que toca. Alguno diría que es un mentiroso, un gran mentiroso, otros lo pondrían de terapeuta. Sea como sea, en silencio esculpe la memoria, la amasa y quién sabe si sea preciso decir que hasta la ha llegado a tergiversar.


Otras columnas del autor en este enlace: https://alponiente.com/author/juanfgallegob/

Juan Fernando Gallego Barbier

Estudiante de filosofía de la Universidad de Antioquia y técnico auxiliar en tanatopraxia. Buscador de mundos más allá para entender este más acá, particularmente desde la literatura, la poesía y la religión.

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