La calidad de la educación pública es un desastre, sostuve en mi última columna con base en los resultados de las pruebas Saber y Pisa.
Sin una mejora sustantiva del trabajo de los docentes ningún esfuerzo en presupuesto, cobertura, infraestructura y tecnología será suficiente. La mejora en calidad está en manos de los maestros. El capital humano es la clave.
Ahora, es claro que la base docente tiene enormes deficiencias. Un estudio de la Javeriana, conocido el mes pasado, muestra que los bachilleres que ingresan a estudiar licenciaturas en educación son quienes tienen los más bajos puntajes en las pruebas Saber 11. Más grave aún, el déficit no se resuelve durante la carrera. Los alumnos con los peores resultados en las últimas Saber Pro, que se hacen para los universitarios recién egresados, muy por debajo del promedio nacional, son los de educación. En resumen, quienes estudian para ser maestros son los peores estudiantes y la formación que reciben durante la carrera es también muy mala y no suple las debilidades de entrada.
Ahora, como señalé antes, el informe Pisa sostiene que, en Colombia, en las «escuelas desfavorecidas» hay más profesores «completamente certificados», 78%, en que en «escuelas favorecidas», 62%. Y ambos tipos de escuela tienen porcentajes similares de docentes con por lo menos una maestría. Me temo que, sin embargo, la mayoría de los posgrados tienen contenido fundamentalmente teórico, no centrados en la enseñanza misma.
Por cierto, en apenas 5 años el porcentaje de maestros públicos con posgrado saltó del 28% al 46%. En ese período, sin embargo, no hubo mejoras significativas en las pruebas nacionales e internacionales. El asunto no parece ser de títulos académicos (aunque en la educación de la primera infancia y en las zonas rurales el déficit de maestros profesionales es notorio y preocupante. En esas zonas, la mayoría son normalistas).
Además de los enormes problemas en la formación de los docentes, hay otros que afectan de manera gravísima la calidad de la educación: la excesiva politización y la radicalización de la federación de maestros. Los hechos muestran que Fecode se preocupa solo por aumentar los beneficios de sus afiliados, por adoctrinar a los estudiantes y por servir de plataforma electoral a sus directivas y, en cambio, no parece tener ningún interés en los educandos. Veamos:
Un estudio de 2019 de Luz Karime Abadía y otros muestra que entre el 2000 y el 2016 hubo 28 paros de maestros en promedio cada año, equivalentes a 72 días de clase anuales. Quienes van a las escuelas públicas recibieron un 35% menos de horas de clase que quienes van a colegios privados. Es decir, cuando un estudiante de un colegio privado termina las horas necesarias para graduarse de bachillerato, el de una escuela pública solo habrá completado las requeridas para terminar el noveno grado. El impacto nacional es gigantesco si se considera que el 81,2% (8.018.501) del total de 9.882.843 alumnos matriculados el año pasado son del sector oficial.
Según recuento de Julián Ramírez y otros, todos los presidentes de Fecode entre 1990 y el 2013 fueron candidatos al Senado y todos en listas de la izquierda. El uso del sindicato como trampolín político no ha cambiado. Esta semana, Nelson Alarcón, el anterior presidente de la Federación, anunciaba su candidatura para el próximo congreso.
El asunto es aún peor. En un estudio de 2009, dirigido por Rocío Londoño, con todos los docentes de Bogotá, el más amplio que se ha hecho en el país, una tercera parte no estaba de acuerdo con las elecciones, cuatro de cada diez manifestaba estar de acuerdo con la «lucha armada» y el 65% no creía que las leyes expresaran la voluntad mayoritaria de los ciudadanos. No hay motivos para creer que fuera muy distinto en el resto del país.
El panorama es desolador: quienes se forman como maestros son los peores estudiantes, quienes terminan sus estudios en educación son los profesionales con menores calificaciones, los posgrados no resuelven las debilidades, cuando ingresan a la carrera oficial se encuentran con sindicatos extremistas que paran con cualquier excusa y con sus ausencias castigan severamente a los estudiantes públicos. En esas condiciones, no debería sorprender la pésima calidad de la educación pública en nuestro país.
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