A la hora de asumir un taller de creación escrita o de redacción de textos de algún tipo siempre late con fuerza la pregunta ¿se puede enseñar o aprender a escribir? Y podemos no responderla o considerar las múltiples respuestas hasta agotar el interés, sin llegar a ser la cuestión fundamental, ya que en nuestros días de conectividad y reproductibilidad cualquier cosa puede ser transmitida; el aprendizaje como proceso psicológico básico nos permite junto a nuestro sistema educativo de mercado la posibilidad de enseñar y aprender de todo, o sea que desde la lógica por lo menos la pregunta resulta desatinada. Yo invitaría más bien a preguntarnos ¿qué tanto pueden ayudar estos talleres a escribir? Creo que en este caso la respuesta parte no de funciones subjetivas sino de nociones históricas, disciplinares y experienciales, lo que concretiza la discusión filosófica y nos permite con mayor practicidad evaluar el impacto de estos talleres en la generación de habilidades, dotación de herramientas o ejercitación técnica de la facultad de escritura.
El taller es una experiencia educativa de naturaleza dual con componentes teóricos y prácticos, además es una posibilidad de aprendizaje con pares, es decir que varias personas confluyen y del aprendizaje del otro aprendo yo y de mí experiencia aprende el otro. En Colombia Manuel Mejía Vallejo, que es uno de los más grandes escritores nacionales y un militante de la causa cultural y sobre todo del desarrollo de la escritura en nuestro país, fue precursor de los talleres de escritores cuando una vez en la academia decidió, desde 1979 hasta 1994, gestar encuentros entre sus colegas de oficio sin importar si estos eran prolíficos, noveles o nobeles, para cualificarlos en sesiones periódicas en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín. Mucho fue lo que aportó dicha iniciativa, que poco después sería retomada por Isaías Peña en Bogotá para consolidar en 1981 el Taller de Escritores de la Universidad Central TEUC, contando con varias generaciones ya, y que posibilitó la apertura del primer programa de pregrado, es decir, la primera carrera, es decir la profesionalización de la escritura en Colombia con Creación Literaria también en la Central. Luego vendrían importantes avances en esta vía con la Maestría en Escrituras Creativas en la Universidad Nacional de Colombia con Azriel Bibliowicz, y la especialización en Escrituras Creativas y la Maestría en Creación Literaria de la Universidad Central. Después el resto, que nos pone hoy ante la concentración de oferta más alta en América Latina para estudiar y asumir profesionalmente el oficio de escritor, que va desde estudiantes y docentes de las más diversas áreas, hasta poetas de las más disimiles narrativas de ficción, pasando por periodistas, amantes epistolares, candidatos a posgrados, escribanos, escribientes, escribidores y escribas. En la no ficción, la literatura se convierte en la forma comunicativa superior y por tanto convierte el oficio textual en una labor ardua que da cuenta de la realidad según diversos niveles e incide en ella a partir de diversas perspectivas y dinámicas, como pasa con los discursos, narrativas, testimonios y hasta informes en nuestras vidas cotidianas, más allá del medio que determina no solo su difusión sino su función, naturaleza y por tanto objetividad en su composición, dependiendo de si se trata de la prensa escrita, los círculos científicos o los regímenes legales entre miles de otros ámbitos de nuestro mundo hipertextual y globalizado.
Solemos creer que escribir es difícil, pero con escritura generalmente se suele referir el manejo gramatical y ortográfico básico de la lengua, lo que desvirtúa la complejidad y posibilidades de la composición, estructuración, edición o representación de aquellos textos y a sus autores cuyos niveles de profundidad semántica o estilística destacan. Tal vez es cierto lo que dicen por ahí de que somos malos escritores porque somos malos lectores, pero entonces también debería ser aceptada como ley extraoficial del imaginario popular que a escribir solo se aprende escribiendo. Y viviendo y claro que leyendo, pero el conocimiento asiduo de la lengua castellana o de cualquier otro idioma no garantiza la calidad de nuestros escritos y sé que cada quien tendría un sinfín de ejemplos de profusos eruditos pero pésimos y aletargantes autores y autoras. Siendo el gusto o las preguntas por el público, lector o receptor, la estética o la crítica, otros temas pesados y difíciles de roer que también habría que articular al análisis, para abarcar y considerar antes que las tipologías o los patrones estilísticos.
Lo que nos queda pues es distinguir el tipo de escritor que somos para determinar el tipo de necesidades que tiene nuestra escritura, pudiendo así distinguir y sacarle provecho a alguna opción entre la amplia gama de talleres que por ahí se ofrecen. Más allá de aprender los cánones, reglas y convenciones de nuestra lengua escrita debemos encontrarnos para trabajar sobre nuestra propia voz. A veces las personas creen que de los talleres salen obras, como si fuera carpintería o gastronomía, y puede que después de un trabajo juicioso y constante surja una pieza bruñida con experticia o finamente aromatizada y deliciosa, pero la analogía haría más justicia con los deportes o la religión, donde la periodicidad del entrenamiento y la mística reiterada rito a rito, hacen del sujeto un deportista y un religioso destacados de acuerdo a la magnitud o calidad de estos encuentros, y a su propia condición física y espiritual respectivamente. Mejor dicho, no vayan a ningún taller pretendiendo aprenderán o escribirán grandes o mejores textos, sino con la premisa de aprender a ser grandes o mejores escritores y escritoras. En medio de esta crisis moral, social e individual por la que atraviesa la humanidad, hay que abocar por hacer más humana la escritura y eso solo se logra haciendo más humano al escritor, porque solo así las sesiones de taller permitirán mantener un canto primoroso y no acoplar la voz a un par de canciones, para que al son que toquemos bailen y si no que al son que bailemos toquen.