Con mucha frecuencia, jóvenes economistas liberales amigos míos me hacen parte de la indignación que les causa ver a tantos políticos y a economistas intervencionistas proponer medidas de política pública que, además de coartar la libertad de elegir de las personas, resultan completamente inadecuadas para lograr los objetivos que supuestamente se pretende con ellas, como lo revelaría el más mínimo análisis. También se indignan de ver a tanta gente sin formación económica – periodistas, escritores, historiadores, empresarios, etc. – pontificando sobre toda clase de asuntos de economía pública, ignorando las restricciones presupuestales, los costos de oportunidad y los efectos espaciales e intertemporales siempre presentes en toda decisión económica. Invariablemente les respondo que deben armarse de paciencia y continuar predicando porque la defensa de la libertad económica y el mercado no admite desfallecimiento alguno.
En las escuelas de economía se les enseña a los jóvenes una serie de técnicas de medición, estimación, programación y pronóstico que les permiten prestar sus servicios a empresas, gremios o entidades gubernamentales que requieren de ellos. Esas técnicas no están fuera del alcance de otros profesionales – estadísticos, administradores, ingenieros, etc. – quienes las aprenden también en sus respectivas escuelas y que por ello compiten con los economistas en el mercado laboral. Como profesor, a mis estudiantes los impulsé siempre a hacerse muy competentes en el manejo de esas técnicas para desempeñarse exitosamente en el mercado, sin dejar de recordarles que no es eso lo que marca la diferencia de su disciplina con las de otros profesionales con los que deben competir.
Lo que hace a uno economista – les digo siempre a mis alumnos – es la comprensión del funcionamiento del mercado, no un mercado en particular, sino de ese inmenso tejido de relaciones e intercambios voluntarios que surge de la actuación libre de las personas guiadas por su propio interés en un mundo donde prevalece la escasez, como enseñara Adam Smith. Lo que lo hace a uno economista – les insisto – es el asombro y la perplejidad que causa entender, como lo indicó Kenneth Arrow, que una economía regida por el interés individual y controlada por un gran número de agentes, diferentes en sus habilidades y preferencias, no termina en el caos o la violencia, sino en una disposición coherente de los recursos económicos, muy superior a disposiciones alternativas que podrían alcanzarse mediante la coacción. Es por ello que economista liberal respeta el mercado.
He tratado de enseñarles también que la información subyacente al proceso de mercado está diseminada en la mente de millones de personas y que cambia permanentemente, de tal suerte que resulta imposible almacenarla, sistematizarla y procesarla por una inteligencia única, natural o artificial. Cada agente particular – actuando como empresario o consumidor – conoce mejor que cualquiera su propio mercado sin que esto lo exima del riesgo del error, porque el mercado es también un mecanismo de experimentación y descubrimiento, según dejó dicho Hayek.
Aparte de algunas estimaciones y pronósticos sobre el mercado, el economista tiene poco que decirle al hombre de negocios de sus procesos productivos, asunto para el cual están mejor capacitados los ingenieros; ni sobre la oportunidad de lanzar nuevos procesos o nuevos productos o incursionar en nuevos mercados, lo que es la esencia misma del ser empresario. Tampoco está en condiciones de “orientar” las preferencias de los consumidores y mucho menos contribuir a dictarlas autoritariamente.
Hoy y mañana la principal labor del economista liberal es la misma de Adam Smith: explicar el funcionamiento de la economía de mercado, tarea vital para su preservación, porque muchas personas sin información, o influenciadas por los enemigos del libre mercado, continúan creyendo que este es caótico y que produce desigualdad, destruye el ambiente y otras sandeces.
En las economías actuales, fuertemente intervenidas por los gobiernos, la labor del economista es evidenciar y denunciar sin descanso las consecuencias nefastas de esa intervención, no solo en términos generales sino también con referencia a las intervenciones específicas que se están produciendo todos los días.
Gobiernos intervencionistas son el ideal y la justificación de la mayoría de los políticos, pero sería un error creer que la intervención ocurre por decisión autónoma y exclusiva de ellos: la gente la demanda. Todo mundo lo hace: empresarios, trabajadores, desempleados, consumidores. Todo mundo aspira a una transferencia, subsidio o medida que favorezca su interés y su propio mercado sin percatarse de que de que cada transferencia o medida afecta el interés de otras personas o el funcionamiento de otros mercados. Por eso, frente al actuar del gobierno, la labor del economista consiste en aplicar, de forma general y específica, lo que Henry Hazlitt llamara la lección única de la economía política:
“El arte de la economía consiste en considerar los efectos más remotos de cualquier acto o política y no meramente sus consecuencias inmediatas; en calcular las repercusiones de tal política no sobre un grupo, sino sobre todos los sectores”
El economista liberal está obligado a intervenir en política, a hacer “economía política” en el sentido literal del término. Es ahí donde entra en juego la esencia de su profesión: el conocimiento de las consecuencias alternativas de las decisiones de política económica.
La participación del economista liberal en política no significa, pero no la excluye, la vinculación a un partido o la aspiración a cargos de elección popular. Esa participación puede hacerse desde la cátedra, la escritura pública o los centros de pensamiento para la difusión del pensamiento liberal.
Sobre la cátedra, que ha sido el campo más preciado de mi ejercicio profesional, debo decir que suscribo plenamente la posición de Max Weber: la cátedra está vedada al ejercicio de la política partidista activa, por respeto a los alumnos y a la integridad intelectual del catedrático. Aunque, al hablar incluso de los principios económicos más abstractos, la frontera con la política partidista es siempre incierta, el catedrático de economía debe siempre hacer el máximo esfuerzo para no traspasarla, so pena de dejar de serlo y convertirse en activista.
En las sociedades actuales la labor del economista liberal es pues fundamentalmente educativa, como lo señalara Rothbard. Hay que educar a los ciudadanos, a los empresarios y, por supuesto, a los políticos. La tarea es inmensa pues todo parece indicar los principios del libre mercado no crecen de forma espontánea en la mente de la mayoría de las personas, sino que deben ser sembrados y cultivados con especial esmero.
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