Entusiastas de la voluntad.

“La Revolución fue, por excelencia, una de esas grandes circunstancias en que la verdad, por la sangre que cuesta, se hace tan pesada que requiere, para expresarse, las formas mismas de la amplificación teatral” Roland Barthes.

 

Entre marchas, plantones, cacerolazos, conciertos y tropeles; el eco de la acción colectiva resuena en la vida política del país, a lo largo de los años, como un movimiento social que se expresa eclécticamente mediante la improvisación de sus formas y la indescifrabilidad de sus contenidos. Tan sobredimensionadas en sus posibilidades como minusvaloradas en su ímpetu, las diferentes contingencias han tenido la desventura de encontrar unos sectores subalternos impulsados estructuralmente hacia la acción política sin contar con la organización necesaria para la misma; una oposición institucional recluida en los marcos de legitimidad y sentido del liberalismo; y una “vanguardia” de izquierda afincada en praxeologías anacrónicas de las cuales parece incapaz de reflexionar en su pertinencia política. Luego la principal característica de las movilizaciones -y lo que es, a su vez, la génesis de sus puntos débiles y fuertes- es la espontaneidad en sus formas, lo cual ha generado, en simultánea, debates; especialmente en lo referente a la relación entre política y violencia. Y es que la violencia, vilipendiada de manera maniquea por unos y fetichizada irresponsablemente por otros, es el tema del presente artículo; el cual busca ser, a la vez que una ambigua toma de postura, una invitación a la reflexión de las ideas que hasta ahora han devenido en hegemónicas según la procedencia social y el ámbito cultural que se frecuente.

El principal equívoco a la hora de abordar este debate es plantearlo en términos morales, no porque la legitimación o el rechazo del uso de la violencia en política no aguarde en sí una posición moral, sino en la medida en que este ámbito traslada una discusión empírica hacía un plano que es incapaz de develar la función histórico-concreta de este elemento en la disputa de diferentes actores por el poder. Lo anterior en el entendido de que toda acción política está orientada a disputar alguna de las esferas del poder, las cuales se relacionan de manera dialéctica entre sí con ciertos predominios, por ejemplo: al poder simbólico de creación y disputa de sentido común de época de los grandes medios de comunicación le precede un sustento un musculo económico que puede ser entendido para el caso como el respaldo de actores como lo son Sarmiento Angulo o los Santodomingo. Así, una práctica política, sea pacífica o violenta, pretende instaurarse en autoridad legítima; y esto, en el entendido maquiavélico del carácter amoral -que no inmoral- de la política, es motivado exclusivamente por una lectura de realidad que privilegia tácticas políticas determinadas según un horizonte u objetivo político determinado. Es por consecuencia estéril debatir el porqué de una de estas prácticas si no es desde la óptica de la pertinencia política de la acción, es decir, de cómo ésta ayuda a la constitución de una opción de poder real acorde a metas estratégicas propias de una ideología en cuestión. Ignorar u omitir lo anterior ha terminado por desplazar la discusión sobre la pertinencia política de la acción violenta hacia el juicio moral sobre la misma desde dos posiciones antagónicas que, paradójicamente, mueven sus juicios bajo la misma lógica: el entusiasmo de la voluntad.

La primera es, entonces, la que aglomera las diferentes posturas que se recogen en la tradición epistemológica del liberalismo político, a las cuales se les han denominado como ‘pacifistas’ o ‘sinviolencias’ desde la segunda postura (esta se abordará más adelante) a modo de demonización; haciendo un desafortunado ejercicio en el que la disputa ideológica frente a los contenidos que aguardan estas posturas se vulgariza. Para no caer en este error, es preciso polemizar con el argumento central de esta posición, a saber: su rechazo ontológico a la violencia. Argumento que, partiendo de las tesis arendtianas, entiende al poder como puro consenso y, por tanto, a la política como un ejercicio idealmente deliberativo que muere en el momento en que la fuerza/violencia hace acto de presencia. Lo anterior no deja de ser el anhelo moderno de concebir las relaciones políticas dentro de la sociedad como la confluencia pacífica alrededor de una causa común[1]. Cosmovisión que, no obstante, adolece de dos problemas fundamentales: uno fáctico, que versa sobre el desconocimiento de la función histórica -y actual- de la violencia en la conquista de derechos, garantías ciudadanas y, porqué no, transformaciones societales en el mismo cauce de la modernidad; y otro ideológico, que falsea las consecuencias prácticas de estas postura, esto es, la invisibilización de otras violencias como las socioeconómicas (por ejemplo, la pobreza) al rechazar abstractamente la acción directa. Actitud que ejerce violencia contra sí misma y los sectores subalternos para negar un tipo de violencia específica: pacifismo.

Por otra parte, la segunda posición que se ha vuelto común en este debate no goza de mejor salud en cuanto a ingenuidad se refiere. Pese a la cercanía política e ideológica con esta postura desde la cual se escribe esta reflexión, lo cierto es que el entusiasmo irreflexivo para el uso de la acción directa y violenta que han demostrado los sectores de izquierda autoproclamados ‘revolucionarios’ y ‘radicales’[2], sólo deja certezas en cuanto a el infantilismo que mueve sus convicciones y dudas acerca de sus aptitudes revolucionarias. Así pues, la irresponsable fetichización de la violencia de la que han sido participes estos sectores, en especial la izquierda universitaria, ha tenido como consecuencia su desconexión (esa sí radical) con los sectores subalternos que dicen representar y defender. Peor aún, el ejercicio de legitimación política que hacen de estos actos se basa en la justeza de la indignación que los mueve y no en la pertinencia de estos. En el mejor de los casos, se argüirá la inevitabilidad de la violencia dado el estado actual de cosas, lo que no deja de ser insuficiente si lo que se pretende es asumir las consecuencias que conllevan una postura política que piense y actúe sobre los problemas profundos de la sociedad contemporánea. Dicho brevemente, habría que recordarles a estos actores que la radicalidad de un revolucionario reside en su capacidad de poner a andar la teoría, esto es, hacer una lectura que de pie a la construcción de formas de razonamiento orientadas a reconocer acciones posibles en situaciones políticas concretas.

En contraste a estas dos posiciones, lo que desde aquí se invita es a una reflexión sobria y emancipada de la moralidad que hasta ahora ha oscurecido la fecundidad del debate sobre el objeto en sí. Una especie de mirada oblicua, capaz de captar las luces y sombras del voluntarismo que ha caracterizado esta movilización. Una postura política seria y fundamentada, que explicite sus contradicciones en el entendido que la coherencia no es un purismo praxeológico; que asuma sin epopeyas la flaca fuerza mesiánica que le fue dada a cada generación sobre la historia de la que habló Benjamín; que cultive la duda y la crítica sobre las convicciones que la mueven y que, en consecuencia, renuncie a las fórmulas mecánicas que la hacen abandonar el buque de la razón. Si el pragmatismo infantil de las ‘nuevas ciudadanías’ tiene en su gracia la capacidad de traducir a su favor significantes vacíos como el himno nacional, por ejemplo; la nostalgia, que hoy reposa sobre la vieja eficacia movilizadora de la simbología y performática de izquierda, señala la carencia de un horizonte estratégico hacia el cual caminar de los nuevos sujetos que alimentan hoy el movimiento social. La tarea está entonces, en unos y otros, en hacer del debate sobre la violencia política un medio fraternal en el cual interpelarse y potenciarse mutuamente, más allá de etiquetas, prejuicios o rascacielos intelectuales.


[1] Ampliar en página 36 del artículo del profesor Leopoldo Múnera titulado: PODER (Trayectorias teóricas de un concepto); en el siguiente link: http://www.scielo.org.co/pdf/rci/n62/n62a03.pdf?fbclid=IwAR1-yNIHTMfFF6gnxm7Qz_PSZ7xHmVXgw-nlk8j4Wb8x52dHu-I6L36F9SA

[2] Que, de hecho, en tiempos donde el fascismo se esconde bajo los ropajes del deseo, no son términos semejantes sino antagónicos.

Santiago Torres Sierra

Sociólogo de la Universidad de Antioquia y estudiante de la maestría en ciencia social del Colegio de México

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