O sea, que una nave ha aterrizado sobre un cometa… qué guay, ¿no? Habrá que inventarse una nueva palabra, “acometizaje” o algo así. ¿Qué más? La tecnología, claro. Siempre la tecnología en la sección de Ciencia, la evidencia incuestionable de que la humanidad pronto cumplirá el gran sueño de la masa: dejar de utilizar el cerebro, al menos en su mutación consciente, para ser pensados por un iphone-galaxy-xperta-onemax, por ejemplo (señores publicistas, noten con cuánta facilidad podrían patrocinar este artículo y aliviar las pérdidas económicas de este medio).
Pero asumamos el ánimo positivo del común y veamos por qué mola pegar un trozo de metal a un pedrusco suelto por ahí fuera.
El problema de agarrarse a la superficie de un cometa no es que sea relativamente pequeño; en la escala de un universo mecánico al gusto de Newton, conocer la masa del objeto en cuestión y la distancia a su centro es un buen asunto para que las trayectorias no fallen; el gran problema es que no tiene gravedad. La gran diferencia entre alunizar, aplanetizar y asatelitizar, o como se diga, y acometizar, es que en los tres primeros casos la atracción gravitatoria es una ayuda impagable a la hora de posar un artefacto con tecnología terrícola.
Los cometas son cuerpos muy ligeros, los más ligeros que se conocen en el Sistema Solar; están compuestos de diferentes hielos: agua helada, dióxido de carbono helado, metano helado y amoniaco helado. No hay masa para un tirón gravitatorio que facilite el acercamiento y permita cierto alivio cuando la nave se deje llevar de la mano del objeto; el aparato ha de realizar todo el esfuerzo.
En el caso de la unión entre Philae y Churiúmov-Garsimenko, que así se llama el cometa en cuestión, descubierto en 1969 por dar algún dato, Philae ha tenido que ajustarse por su cuenta y riesgo a la velocidad del pedrusco, la cual se va acelerando a medida que se aproxima al Sol; ha debido localizar el lugar adecuado para clavar sus ganchos sin peligro y, por último pero en ningún caso menos importante, apañárselas para girar en sintonía con el movimiento de rotación de la roca sin descompasarse y liarla parda.
Estos detalles de última hora han supuesto diez años de estudios y siete horas de cuidadosa aproximación a razón de un metro por segundo. Hace pocos años, la hazaña de Philae habría sido imposible.
Y, bueno, vale, ya se ha demostrado que tenemos una tecnología del copón, al menos a falta de poder compararnos con civilizaciones superiores, ¿y ahora qué?
Tras el triunfo de la tecnología, si es que los ganchos no se sueltan, claro, porque el anuncio de la hazaña ha sido precipitado por la necesidad de la ESA de estar a buenas con sus patrocinadores y ganarse unas cuantas portadas mundiales antes de que cualquier fallo le quite protagonismo y la condene al olvido, lo cual no es nada rentable ni anima a la seudofilantropía imperante, sea pública o privada, a mantener los costes de cosas que el común no termina de entender muy bien para qué sirven; tras el triunfo de la tecnología, estábamos diciendo, los científicos quieren estudiar en vivo y en directo cómo se desintegra un cometa: cómo se escapan los gases y cómo pierde la poca masa que tiene.
Está previsto que Churiúmov-Gerasimenko se precipité en el Sol en agosto de 2015. Hasta entonces, nueve aparatos de medición permitirán a Philae cumplir la voluntad de los terrícolas inquietos.
Pero hay algo más trascendental para la mente humana: el origen de los cometas está más allá del cinturón de Kuiper, un anillo de rocas que rodea al Sistema Solar a unas cuatro horas de la Tierra viajando a la velocidad de la luz y sin torcerse.
Churiúmov-Gerasimenko tarda seis años y medio en completar su órbita entre Kuiper y el Sol. Esta puede ser, gracias a la ingeniería y a la tecnología, la gran oportunidad para conocer qué hay en realidad allí fuera. El cinturón de Kuiper es un fenómeno imaginado, pues jamás ha podido ser observado. Los cometas son los únicos testigos de su existencia y los únicos que, a día de hoy, pueden aportar información sobre los oscuros y desconocidos suburbios de este sistema que habitamos.
Lástima que la mente terrícola, en su infantil ingenuidad y soberbio egocentrismo, se deje atontar por los fuegos de artificio, reduciendo las grandes hazañas de la humanidad a un puñado de números y datos mecánicos con que presumir de “progreso”, tan tonto e inútil por sí solo. No es Phileas el que importa; versionando una de las frases más famosas del discurso económico e “imperialista”: ¡Es el cometa, estúpidos!
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