Para las vidas heridas

No sé si al Alzheimer algún día se le encuentre la cura, supongo que, para las vidas heridas como nuestras historias, fue la salvación”.


Todos los días mamá se levanta a las 2 de la madrugada para cambiar a papá si el día anterior ha bebido abundante agua, sus horarios dependen en gran medida del comportamiento desbordado del día anterior. Si, por el contrario, su rutina ha sido tranquila, mamá puede dormir hasta las 5.30 am con regularidad para levantarse a bañarlo, cambiarle su cama y darle un chocolate caliente para que se vuelva a dormir.

Su vida cotidiana depende en su totalidad de la rutina que ha adquirido desde hace algún tiempo con papá. Ya no puede salir de forma espontánea porque debe esperar que yo pueda cuidarlo. Pasa días y semanas enteras en casa para no molestar. Mientras papá se consume entre medicamentos que buscan regular su comportamiento y van terminando con su vida, mamá se desvanece entre la sombra de mi padre. Ha dejado de ser ella para convertirse en ellos, ha renunciado a su individualidad para darle lugar a la vida compartida de alguien que volvió a conocer.

En esta nueva etapa, papá ya no es papá. Ahora es mi hermano y nuestra mamá es compartida. Reconoce con los pocos recuerdos que le quedan, el rostro de mamá cuando regresa y de mi en un mundo que es sólo de él. Tantas veces me pregunté si cuando llegara este momento, él seguiría recordando quién soy para él. Pero también lo olvidó. Ahora que compartimos una mamá, nos conocimos diferente. Logramos ser los amigos que nunca fuimos; cantar las canciones que no sabía que nos gustaban a los dos y comer bombones a escondidas de mamá.

Papá tiene 82 años y toda su vida fue un viejo terco y cascarrabias, inundado por el machismo y el ego recalcitrante del dolor. Nunca lo comprendí mientras era él. Durante 25 años no me fue posible acercarme a su frialdad. Crecí en una familia conformada por ellos dos y yo. Papá ordenaba, mamá hacía. Papá humillaba, mamá corría. Papá gritaba, mamá se guardaba. Papás peleaban, yo me escondía. Así que ese papá en principio, no me era cercano, tampoco lo era para mi mamá.

Luego llegó su enfermedad mental “no especificada” que lo empezó a transformar en un niño de 5 años amoroso, familiar y que todos los días al terminar su rutina de aseo, escoge el carrito que lo acompañará durante el día -aunque casi siempre es su Volkswagen 1960 azul cielo para revisar que el motor aún se encuentre en buenas condiciones-. Cuando me ve, me invita a jugar con él, se sienta frente a mi para verme trabajar e intentar hacer lo mismo. En esas tardes mientras mamá cose o cocina, me pregunto si papá fuera el de antes, yo podría verlo con los ojos de amor y ternura que hoy me produce. Me indigna pensar que sólo su enfermedad, logró tejer el puente de amor y reconciliación que hoy existe entre ambos. Él, nuestra historia y los tres. Nunca pensé que podría perdonar a papá en vida por todo lo que había hecho con mamá, hasta que llegó él y su pequeño Arturo herido, indefenso, frágil y noble.

No sé si al Alzheimer algún día se le encuentre la cura, supongo que, para las vidas heridas como nuestras historias, fue la salvación.


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Juliana Sinisterra Quintero

Abogada, Magister en derecho, Candidata a Doctora en Sociología, docente de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad del Valle.

2 Comments

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  • Que buen análisis y mensaje , tanto para las familias que pasan por esta misma situación, como también para las que no. Que importante resaltar la hermosa labor de tu madre que al final después de afrontar tantas situaciones, da su apoyo hasta el final y de corazón me alegro por ti que la vida te haya dado la oportunidad de perdonar.