La preservación del Estado de derecho, el imperio de la ley y el principio de legalidad de la administración pública son piezas claves sobre las cuales se construye la sociedad democrática y civilizada.
Los tres principios están entrelazados entre sí a través de un eje transversal, el de que todos las personas naturales y jurídicas y las instituciones de un Estado están sometidas y deben obedecer las leyes democráticamente expedidas y que, al mismo tiempo, todas sus actuaciones deben ajustarse a lo que esas leyes ordenan.
Los ámbitos de libertad, por tanto, están definidos por lo que las leyes determinan. Sin embargo, esos espacios son diferentes: los particulares pueden hacer todo lo que se les antoje excepto aquello que no esté expresamente prohibido y, en cambio, las instituciones y los funcionarios públicos solo puede hacer lo que les está expresamente permitido por la ley y nada más que eso. La razón es que las instituciones y los funcionarios públicos ocupan un lugar privilegiado en la sociedad en virtud de que ejercen un poder público. Para la protección de los derechos de los demás ciudadanos, ese poder público debe ser ejercido de acuerdo con lo que la ley faculta y ordena y jamás por capricho o arbitrariamente.
Restringir la libertad de los ciudadanos es asunto grave, de especial importancia y cuidado. Y lo es más cuando esa restricción puede suponer no solo limitaciones a la libertad sino restricciones sustantivas a ella o, incluso, su pérdida. Por eso en las democracias se exige que la norma penal, en virtud de la cual se determinan las sanciones que se imponen a quienes realizan conductas que vulneran bienes jurídicos que ameritan especial protección, provenga de la deliberación profunda y democrática del Congreso.
La definición de derecho penal es, pues, tarea importantísima. Pero la otra cara de la moneda es también vital: no basta con que se determinen las conductas prohibidas, es también necesario que haya castigo efectivo para quienes las realizan. En otras palabras, es necesario que haya justicia.
Cuando no la hay, no solo se deja sin castigo una conducta individualizada que vulneró un bien tutelado, un delito, sino que se abre la puerta para que se reiteren las violaciones, se invita a su repetición, se estimula el crimen y se pone en peligro a los demás ciudadanos, inocentes e inermes, que han confiado en el Estado su cuidado y protección, y que, ellos sí, respetan la ley y respetan los derechos de los demás. La impunidad, la ausencia de sanción efectiva por parte de Estado a quienes delinquen, no es solo ausencia de justicia, es también el abono del crimen futuro y un partero de nuevas violencias.
El ciudadano de a pie no necesita de esta larga reflexión teórica. Su sentido común y su experiencia le demuestran la importancia fundamental de que haya justicia, de que no haya impunidad. Por eso mismo, con el afán de modificar tanto su percepción intuitiva como la manera en que entienden los ciudadanos su vivencia cotidiana, los violentos y los criminales y sus aparatos, ideólogos y simpatizantes, los bombardean sin cesar con información y con discursos dirigidos a justificar la violencia. Ese es el propósito de los conceptos de la violencia como partera de la historia o de la de sus causas objetivas o estructurales, por ejemplo.
Algo similar, aunque de manera más gris, más nebulosa, más ambigua, ocurre con la impunidad. Esa impunidad se construye primero sobre la narrativa de que la violencia estaba justificada, tenía una explicación como la única respuesta posible frente a un régimen oprobioso y despótico (acá todo el discurso deslegitimador del sistema democrático) y violento («6.402 falsos positivos”, “nos están matando”, “el Estado es genocida”) y el tratamiento preferencial para quienes alegan motivaciones políticas para matar (el delito político).
Y después, vaya paradoja, viene la impunidad con la excusa de «la paz”. Es curioso, además, porque los hechos vienen demostrando que la impunidad para los violentos no solo rompe con el Estado de derecho y el imperio de la ley sino que no disminuye la violencia y, peor, la perpetua.
En Colombia, una y otra vez se ha premiado a los violentos que alegan motivaciones políticas con impunidad. Con Santos dieron un paso más y a esos criminales se les entregaron beneficios jurídicos, políticos y económicos que no tienen los ciudadanos honestos, pacíficos y que jamás han delinquido. Con Petro se llega al summum. Con el pretexto de la “paz total”, la impunidad es el premio ya no solo para quienes asesinan tras una máscara ideológica sino para cualquier criminal que haya decidido asociarse con otro para ser más eficaz en el delito. De las guerrillas, incluso las que traicionaron a Santos, hasta el más puro mafioso.
Mientras se nombran “facilitadores” y se libera a asesinos como el hijo de la Gata, la Fuerzas Pública no opera contra los violentos, incumple sus obligaciones constitucionales y legales, prevarica a pesar de las advertencias del Fiscal. Y lentamente pero sin pausa, nos vamos sumergiendo en un pantano de pequeños caguancitos a lo largo y ancho del país, un marasmo, donde los violentos y la Fuerza Pública no se enfrentan pero el ciudadano de a pie queda a merced del criminal.
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