La Comisión de la Verdad está plagada de pecados. Uno, de origen, como que es resultado del acuerdo de Santos con las Farc, pacto rechazado por los ciudadanos en el plebiscito. Otro, de conformación, con sus miembros escogidos arbitrariamente por un grupúsculo de mayoría extranjera y con una evidente tendencia de izquierda entre casi todos ellos. Uno tercero, en sus fines. Más allá de que es cuestionable la idea misma de que hay una «verdad» oculta sobre lo ocurrido en el conflicto que deba ser esclarecida, probable por ejemplo en dictaduras pero no en Colombia donde ha habido prensa libre y un aparato judicial autónomo, es evidente que el propósito de esta Comisión fue crear una nueva versión de lo sucedido y establecer otras responsabilidades, una metaverdad de acuerdo con la cual se diluyeran las culpas de las guerrillas y se ampliaran las de los empresarios, la Fuerza Pública y el Estado, convirtiendo en políticas institucionales las que fueron conductas individuales, invirtiendo los papeles de víctimas y victimarios y culpando a la «sociedad» como «responsable de la tragedia». Y, de esa manera, establecer un nuevo relato de lo ocurrido, uno favorable y benigno a las guerrillas y a sus dirigentes y apoyos políticos, y contribuir a los propósitos de la izquierda colombiana.
Como resultado de los pecados de origen, conformación y fines, hay unos de comportamiento. La Comisión nunca tuvo equilibrio ni fue representativa ni imparcial. Menospreció a las víctimas de la guerrilla y privilegió a las de abusos de algunos miembros de la Fuerza Pública. Las quejas de las víctimas de las Farc y de sus asociaciones en relación con la conducta de la Comisión fueron constantes. Las reservas de las Fuerzas Militares y la Policía, a nombre propio y de los uniformados que, por obvias razones, no pueden hablar, han sostenido que «los múltiples informes entregados» por ellos y por la Fuerza Pública fueron «ignorados» por la Comisión. Al único miembro de la reserva que hacía parte de la Comisión, Carlos Ospina, lo bloquearon sus compañeros hasta el punto en que decidió renunciar y no avalar con su nombre el informe final. Tampoco la Comisión quiso publicar las informaciones que Ospina obtuvo. También ignoraron el informe sobre los empresarios como víctimas del conflicto presentado por el Instituto de Ciencia Política.
He leído la Declaración y casi todas las 896 páginas de los Hallazgos y Recomendaciones del Informe Final. El Informe es el esperable por los pecados de origen, conformación, fines y comportamiento de la Comisión: sectario, con evidente sesgo de izquierda, y con recomendaciones, algunas de las cuales nada tienen que ver con la «verdad» del conflicto, que proponen políticas públicas similares a las del ahora presidente electo. He dicho que no es coincidencia. Las propuestas son similares a las de Petro precisamente porque el grueso de los comisionados comparten la misma ideología de izquierda y el mismo propósito final.
Tampoco debe sorprender que hayan creado otra «comisión», designada por ellos mismos e igual de desequilibrada ideológica y políticamente, para hacerle «seguimiento y monitoreo» a sus recomendaciones. Es el mecanismo para presionar que se pongan en marcha sus propuestas políticas.
De todas las propuestas, he comentado ya la peligrosa, desafortunada e inconveniente de sacar a la Policía de la órbita del Ministerio de Defensa y dejarla bajo el control de un nuevo ministerio. Mucho daño harán en la lucha contra los grupos armados ilegales y el narcotráfico y a la eficacia en el combate contra los delincuentes.
Hay innumerables recomendaciones más, muchas de ellas erradas y de indeseables consecuencias. Especialmente graves son las relacionadas con el narcotráfico. De entrada, la Comisión esquiva el hecho de que la persistencia del conflicto armado en Colombia, cuando por ejemplo terminaba en América Central, se explica precisamente porque los grupos guerrilleros lograron autosuficiencia económica a partir de su involucramiento en todas las facetas del negocio de las drogas ilícitas. Y que el surgimiento de los llamados paramilitares fue la respuesta de los narcotraficantes puros al secuestro de sus familiares y a los ataques de la guerrilla para controlar el negocio. Esas verdades no están el informe.
Por eso no sorprende que el Informe sostenga, contra los hechos, que es el «enfoque prohibicionista … uno de los principales factores de persistencia del conflicto» y que es esa política, y no el narcotráfico y los grupos violentos que se alimentan del mismo, la que «ha generado profundos daños a los derechos humanos, la seguridad y el desarrollo». En otras palabras, para la Comisión el problema no es el narcotráfico y el involucramiento de los grupos armados ilegales en el mismo sino prohibir las drogas. Por eso la Comisión propende por la legalización global, un imposible en las próximas décadas porque no está en el interés de los europeos o los Estados Unidos, quiere acabar con la erradicación forzada y prohibir todos los usos del glifosato, y defiende lo pactado en La Habana en esta materia, acuerdo cuya implementación multiplicó por tres el número de narcocultivos y por cuatro y media veces la producción de cocaína y que ha traído como consecuencia el disparo de los homicidios en el país después de casi dos décadas de reducciones sostenidas.
Muy bien explicado. Para tenerlo en cuenta en estos momentos de incertidumbre