La mayoría de los adultos de Estados Unidos no tiene claro que el universo comenzara con el Big Bang; en concreto, el 51% de la población mayor de edad; y sólo el 21% de los interrogados parecen convencidos de que la teoría de la Gran Explosión es la correcta para explicar los orígenes de esta nuestra realidad material.
Eso dice, al menos, una encuesta realizada por la agencia Associated Press-GfK, cuyo objetivo era determinar el grado de confianza que los ciudadanos tienen en los científicos.
La poca voluntad de escuchar a la ciencia se hace más patente, según se concluye de la encuesta, en asuntos ajenos a las circunstancias cotidianas. Así, por ejemplo, la gente no parece tener problemas en aceptar que fumar provoca cáncer o que el código genético determina quiénes somos.
La encuesta está realizada en Estados Unidos, pero se antoja que las reflexiones que se extraen sobre la misma bien pueden ser aplicadas a prácticamente cualquier país.
Y es que a día de hoy, según se quejan los científicos que han opinado sobre la encuesta, cuando de asuntos en que las creencias y la fe tienen algo que decir, éstas se imponen sobre cualquier tipo de afirmación científica; así piensa el Premio Nobel Robert Lefkowitz, bioquímico de la Universidad de Duke, para quien los hechos nada pueden contra la fe.
Pero es necesario recordar, y así lo hace el filósofo y biólogo Francisco Ayala, que asuntos como la evolución, la edad de la Tierra y el Big Bang son cuestiones científicas perfectamente compatibles con la creencia en una realidad trascendente en general o en cualquier dios en particular.
En este sentido, hay que ahondar un poco más para sacar alguna conclusión meridianamente clara. El jesuita John Staudenmaier opina que, quizás, la aceptación de las afirmaciones científicas sigue estando muy ligada a lo que cada cual puede comprobar por sí mismo.
Esta idea nos pone frente a un asunto que se antoja meramente social: los asuntos más “elevados” no son considerados como hechos por el común de las personas pues, a falta de una relación directa con tales conocimientos, son percibidos como cualquier asunto de fe que nos llega a través de una autoridad, en este caso no una autoridad religiosa, sino científica, pero autoridad al fin y al cabo.
Si se concede que es una cuestión de autoridades ajenas, entonces es que uno ha renunciado a la reflexión y al cotejamiento personal de la información recibida. Y entonces entraríamos en el quid de la cuestión: la enorme desidia que existe entre el público hacia los asuntos científicos.
Se trata de una ignorancia aceptada e incluso bien vista en nuestra sociedad. Y a ello contribuyen no pocas personas consideradas ilustres, ya sean religiosos o líderes de algún colectivo para quienes los criterios científicos no tienen ningún valor; personas que, según se lamenta otro Premio Nobel de Medicina, Randy Schekman, tienen a bien desdeñar abiertamente los hechos aceptados.
El debate es complejo, sin duda. Y no todo es blanco o negro. Los científicos que han alzado la voz al cielo se han limitado a valorar las respuestas de los encuestados en virtud de creencias religiosas. Pero no se debe olvidar que hay teorías que permiten ser cuestionadas desde otras orillas, o incluso desde la misma ciencia. Es el caso, sin ir más lejos, del propio Big Bang.
Pero quizás esta reflexión sea demasiado indulgente. A casi nadie le interesa, en esta sociedad de la diversión y el consumo escapista, no sólo la ciencia, sino el conocimiento en sus términos más amplios, y mucho menos, por tanto, cuestionar sus “verdades” desde una perspectiva intelectual, con un pensamiento crítico y bases teóricas mejor o peor fundamentadas.
Más bien, son asuntos de mera fe los que nos mueven habitualmente a aceptar o no una determinada visión de la realidad. Y ante ello, jamás habrá datos suficientes para derribar una creencia bien asentada en cualquier comunidad.
Sobre todo si esa creencia permite evadir una realidad demasiado compleja y dolorosa.
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