Asistimos a la decadencia de la memoria histórica sobre la violencia en Medellín. A pesar amplios esfuerzos por transformar imaginarios, se continúa vendiendo la ilusión de una narcociudad. Una que encarna y es consumida aún por aquella oscura apología que repite aquel prefijo en todas sus posibilidades: Narcocultura, narcoestética, narcomoda, narcolenguaje, narcotv.
A mí sí me sorprendió mucho visitar Guatapé y encontrarme con un panorama alarmante. Senda cantidad de tiendas, con decenas de prendas de vestir con la imagen de Pablo Escobar, adornadas con balas, armas, coca y dinero.
Aquel enaltecimiento de lo narco, que hoy ha configurado una estética que vende una imagen, tergirversada, de lo que es Medellín. Una ciudad que, entonces, continua cargando estigmas; una ciudadanía que desde el exterior se juzga como hija del capo y hacia adentro carece de un profundo juicio autocrítico.
¿Qué condena social hay al enaltecimiento del crimen? La imagen de Pablo Escobar, reproducida, como producto de consumo masivo, sin consciencia o autocrítica, que refuerza la naturalización de la violencia. Así pues, existen una serie de sujetos que portan orgullosamente la imagen de quién le declaró la guerra a la sociedad colombiana.
Presenciamos una «memoria» vacía, o más bien llena de apología a lo narco. Caracterizada por una aparente grandilocuencia de Escobar. Empero, ¿cómo contar una historia que aún duele?
La imagen de un Escobar a enaltecer aún se aferra a no ser olvidada, a pesar de que aún retumban los más de 623 atentados, los gritos de más de 500 policías asesinados, las latas del avión de Avianca, las explosiones en el Palacio de Justicia, los muros que cayeron del edificio del DAS y la historia de una Medellín sumida en la violencia.
El vestuario es una forma de expresión y de habitar el mundo. Este contribuye a crear relatos sobre nuestra identidad colectiva. Las marquillas de aquellas prendas decían “Cree en Colombia”. Pero, ¿es esto realmente creer en Colombia? Ciertamente no lo es; al menos no en la Colombia que lo vale.
Cada camiseta vendida reproduce, nuevamente, el estallido de las balas que acabaron con la vida de ministros, magistrados, candidatos presidenciales, periodistas, jueces, etc.
Lo que no dicen las prendas es que Pablo Escobar significó una larga noche para la ciudad; por momentos fue la muerte de la esperanza.
Estas prendas son la reproducción de la cultura de la violencia y lo narco. No es necesario que su portador se exprese verbalmente en favor de la guerra. Su intención comunicativa implica una dualidad, incluso, paradójica: Son un un silencio cómplice ante la memoria de las víctimas y, a su vez, un grito de apología a la barbarie que significa Escobar.
Como región somos culpables de no lograr construir otros referentes simbólicos, culturales y sociales. ¿Lo hemos intentado? Sí. Lo seguiremos intentando, seguramente.
Mi apuesta es por una memoria enfocada a una sociedad civil y un gran número de víctimas que intentan salir de aquella eterna noche oscura. Una memoria crítica que se pregunte cómo una sociedad legitimó aquel accionar, una historia que cuestione la entronización del capo.
«Plata o plomo», dicen las camisetas; creando una narrativa de una narcolombia. Yo creo, más bien, como decía uno de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia asesinado por la mafia: “Somos lo que dejamos a los demás”. ¿Es la narcocultura lo que le queremos dejar a los demás?
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