Nadie es monstruo si lo somos todos

El Uribismo es, en Colombia, la manifestación propia del autoritarismo. Al igual que en el caso peruano, el mecanismo para invalidar la oposición va desde la persecución abierta e ilegal -como en el caso de las interceptaciones del DAS, el perfilamiento del Ejército contra líderes sociales y periodistas-, hasta la activación del aparato judicial y mediático

Vladimiro Montesinos era conocido como asesor del Servicio de Inteligencia Nacional en el Perú. A través de su siniestra figura, el régimen de Alberto Fujimori logró controlar las Fuerzas Armadas, el Congreso, el Poder Judicial y el Ministerio Público. Incluso, parte importante de la denominada prensa ´chicha´ que reproduce toda clase de información sensacionalista, hasta Laura Bozzio -la reconocida presentadora del programa de televisión “Laura en América”- hicieron parte de la sofisticada nomina que llevó Montesinos en favor del régimen autoritario.

Los apoyos mayoritarios entre la opinión pública que reclamaban mano dura contra Sendero Luminoso, organización guerrillera públicamente conocida el 17 de mayo de 1980, una frágil tradición de libertades individuales, y partidos políticos debilitados y divididos, permitieron que el ´Chino´ Fujimori -como se le conoce- encontrara el camino libre para clausurar las limitadas, pero existentes, reglas constitucionales y concentrara el poder.

A partir de 1995, una vez reelegido, creció el descontento contra el régimen. La estrategia política consistió, entonces, en cooptar medios de comunicación sensacionalistas para desprestigiar a sectores políticos de la oposición. Construyó, como parte de una narrativa deliberadamente estructurada, un discurso que presentaba a Fujimori como el hombre que logró “salvar” al Perú del deterioro creciente al que lo llevó la hiperinflación heredada del gobierno de Alan García (1985-1990) y la violencia senderista que asediaba Lima.

La lógica del régimen autoritario de Fujimori consistió, además del recurso de la violencia, en una especie de destrucción moral de la sociedad. Al menor traspiés -real o ficticio- de la oposición se usaba la prensa ´chicha´ para crear un manto de duda sobre la capacidad de esta para dirigir los destinos del Perú y competir legítimamente por el poder. En ocasiones, llegaron a publicar burlas contra determinados aspectos físicos de políticos antifujimoristas.

El objetivo era hacer de estos una “caricatura monstruosa”, como señaló en alguna oportunidad el antropólogo Carlos Iván Degregori. En caso de señalar actos de corrupción por cuenta del oficialismo, se acusó a la oposición de lo mismo o cosas aún peores. La clave de esta forma de operar era simple: si tú eres tan monstruo como yo, ¿cómo puedes entonces cuestionarme?

Los regímenes autoritarios como el de Perú surgieron una vez superada la Guerra Fría. La irrupción violenta de alianzas cívico-militares para la toma del poder y la eliminación definitiva de toda forma democrática existente fue sustituida por mecanismos, igual de peligrosos, pero más sutiles para la opinión pública. El golpe de Estado fue relevado por la erosión creciente de las reglas democráticas, incluso a través de aparentes formas de legalidad.

Los líderes autoritarios de posguerra fría se caracterizan por rechazar o aceptar débilmente las reglas formales e informales de la democracia, negar la presencia legitima de adversarios en el escenario político, fomentar o tolerar la violencia, y restringir libertades públicas. Una de las prácticas más usadas dentro de esta última característica, se encuentran en el uso del aparato judicial contra la oposición, el sabotaje o restricción a medios de comunicación, la limitación de la manifestación social o acudir a la represión.

El Uribismo es, en Colombia, la manifestación propia del autoritarismo. Al igual que en el caso peruano, el mecanismo para invalidar la oposición va desde la persecución abierta e ilegal -como en el caso de las interceptaciones del DAS, el perfilamiento del Ejército contra líderes sociales y periodistas-, hasta la activación del aparato judicial y mediático, tal como ocurrió cuando, ante un debate de control político promovido por el senador Iván Cepeda el 17 de septiembre de 2014, el senador Álvaro Uribe decidió interponer una denuncia por difamación ante la Corte Suprema de Justicia. A la postre, esta terminaría siendo una especie de boomerang: el denunciante terminó siendo el acusado, y hoy tanto él como su abogado Diego Cadena son quienes deben enfrentar la justicia.

Ante las acusaciones de nexos entre grupos paramilitares y el senador Uribe, que fueron presentadas entre otras en el señalado debate, la maniobra de contención es exactamente igual a la que apeló el régimen Fujimorista en el Perú: hacer de todos unos monstruos para, así, protegerse de los cuestionamientos. La última expresión de esta lógica se puede evidenciar en las acusaciones contra el senador Gustavo Petro, a quien Uribe señala de haberse reunido con Carlos Castaño, Don Berna, y de haber recibido dinero de Miguel Rodríguez Orejuela -capturado el 6 de agosto de 1995- a través de Venezuela, no obstante que Hugo Chávez tomó la presidencia el 2 de febrero de 1999.

Gustavo Petro ha tenido la oportunidad de defenderse. En estas líneas no pretendo ser su defensor -ya bastantes de oficio tiene en redes sociales-. Sin embargo, lo que resulta sugestivo de toda esta situación es la manifestación expresa de la debilidad del Uribismo: el uso del ataque como defensa. Enfrenta el país, en esta elite política ligada a mafias locales que apropiaron para sí la tierra, negocios ilícitos y el recurso de la violencia, una riesgosa senda de destrucción de la democracia y camino llano hacía el autoritarismo.

Óscar Murillo Ramírez

Magister en Ciencias Políticas, FLACSO - Ecuador. Especialista en Pedagogía, Universidad Pedagógica Nacional. Historiador, Universidad Nacional de Colombia.

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