Moverse sin espacio

“El pensamiento consuela todo”.

Chamfort II

“Ir al confinamiento no es nada; volver de allí es atroz”.

Pavese

 

En la biografía de Rimbaud que hace Enid Starkie, se cuenta que uno de los sucesos que más desesperó al poeta francés fue tener que recluirse en su casa debido a la guerra franco-prusiana. Rimbaud no aguantó la reclusión y la severidad de su madre —mujer de autoritarismos constantes— y decidió moverse en dos sentidos: en el sentido físico, escapándose varías veces a París para vagabundear por una ciudad desmoronada por el conflicto bélico y en el sentido literario, en cuyas fechas escribió como el que más, cartas, poemas y leyó bibliotecas enteras. La enseñanza de Rimbaud es que en la reclusión hay otro movimiento posible, el movimiento de las ideas, las palabras y el aprendizaje.

Hoy el movimiento físico por las ciudades es un riesgo. Si de algo nos sentíamos orgullosos los modernos es que habíamos hecho del mundo una ruta: nos movíamos por las ciudades, países y continentes. Nos apropiábamos de los caminos y trastocábamos las fronteras. Ahora todo movimiento es peligroso y los ethos que nos afirmaban modernos tendrán que repensarse. Las ciudades han sido confeccionadas como espacios de circulación, conexión y enlace, sin embargo, son ahora un lugar estático y silencioso. El movimiento —que era el componente primordial de la actualidad— está en desuso, por lo menos en esta coyuntura.

Estamos en espera de algo. Así como K espera entrar al Castillo, el Coronel espera la carta con la noticia de su pensión, Alejandro Villari en un cuento de Borges espera su muerte, los vagabundos de Beckett esperan a Godot, Penélope a Ulises y un anacrónico Drogo espera a los tártaros en el desierto, actualmente esperamos un acontecimiento que nos traiga la buena nueva de la normalidad, pero ¿qué pasaría si dejamos de pensar nuestro enclaustramiento como un tránsito? ¿Qué pasa si nos entregamos a la espera total, al aburrimiento y a la crisis? ¿No nos entregamos también a la vida cruel, frustrante, sin sentido y, sin embargo, real?

La generación más impaciente, la que no sabe extrañar porque forjó dispositivos llenos de inmediatez, la generación más acelerada y la que hace de la velocidad un valor vive, quizá, por primera vez, una espera colectiva.

Antes de la pandemia, la reclusión y la crisis, los movimientos tenían sentido porque nos llevaban de un lugar a otro; la canción de la radio era aguantable porque seguía la siguiente, la tragedia laboral se hacía soportable porque llegaba el fin de semana o las vacaciones; las desilusiones amorosas eran tolerables porque nos acercaban a la inminente llegada del amor de la vida, vivíamos esperando algo; de homo sapiens nos habíamos convertido en homo esperarus. Antes vivíamos en peregrinaje, en un movimiento perpetuo que nos traía una sensación de inminencia y de expectativa total.

En la congelación actual del tiempo estamos reconciliándonos con el instante y de ahí la importancia de pensar en un nuevo movimiento. Por obligación, autocuidado y cuidado de los otros tenemos que esperar, desbandar nuestras rutas y deshabitar la ciudad, hacernos ciudadanos de nuestra casa y fundar una nueva patria en la cocina. Las luchas por la intimidad y los refugios pueden traernos luz. Nuestras casas son las fronteras que nos separan del peligro y al final son una morada para sobrevivir al invisible asesino. Si no queremos movernos como Rimbaud por la literatura y las ideas, podemos movernos en la micropolítica del domicilio. Hacer un tratado del balcón y una constitución estatal que gobierne todas las paredes y constituciones locales para cada habitación, restablecer ese vínculo sano con el aburrimiento y ese espacio que nos pertenece.

“Todas las desgracias de los hombres provienen de una sola cosa: no saberse estar quietos en un cuarto”, decía Pascal. La pandemia nos quitó el movimiento externo, pero nos dejó la oportunidad de residir en una pequeña isla y hacerla un reducto exclusivo para la sensibilidad y el encuentro. La lección de la pandemia no está en hacernos más pacientes, sino en reconocernos en nuestra desesperación y así habitar los instantes sin pensar en lo que viene. Lo que vivimos no vale la pena porque se va a acabar, sino que tiene sentido porque nos está pasando; esa ética del instante, tan lejana de los modernos, puede ser una lección interesante del virus: estar más atento del aquí y del ahora en detrimento de vivir el presente como el mero paso para el futuro; hacernos más conscientes que somos tiempo y nada más.

No es menor el desafío si parte de nuestra identidad cosmopolita y globalizada se resume en movernos sin pausa por el espacio; hoy tenemos que hacernos sujetos diferentes, festejar los bostezos y recriminar todos los excesos. Tal vez no seamos mejores después de la emergencia sanitaria, pero al menos podemos pensar que nos hemos prefigurado otra vida y frecuentado otra narrativa, y eso no nos lo quita nadie, al final tenemos otra morada dentro del repertorio de la existencia y hemos aprendido a movernos sin espacio.

Juan Pablo Duque Parra

Colombiano y vivo en México. "Con edad de siempre, sin edad feliz".
Psicólogo de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Mágíster en Psicología Social de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) y Magíster en Comunicación de la UNAM. Estudié Escritura Creativa en Aula de Escritores (Barcelona). "Un jamás escritor a un siempre lector".
Profesor universitario, sea lo que eso signifique.

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