Los jefes de la Minga han manifestado que no tienen reivindicaciones presupuestales, que esta vez no quieren más dinero o nuevas tierras. Dicen que es una movilización política. Siete ministros y una docena de viceministros y directores de departamentos administrativos, los más altos funcionarios del Gobierno, se desplazaron a Cali para reunirse con ellos. Fueron rechazados. A los indígenas no les bastó con medio gabinete y exigieron la presencia del Presidente. Ahora marchan hacia la capital.
Manifestarse y protestar son expresiones de los derechos de expresión, reunión y libre circulación reconocidos en los tratados internacionales de derechos humanos. Pero no son derechos absolutos. La reunión debe ser «pacífica y sin armas». Y para concentrarse y circular pueden establecerse las «restricciones previstas por la ley, que sean necesarias en una sociedad democrática, en interés de la seguridad nacional, de la seguridad o del orden públicos, o para proteger la salud o la moral públicas o los derechos o libertades de los demás».
Con esa consideración, el Gobierno tiene la obligación de evaluar si debe o no permitir el desplazamiento por el territorio nacional de los indígenas que, sin ninguna precaución de bioseguridad, transitan en medio de la pandemia. El MinSalud debe desplazar una brigada de médicos y auxiliares sanitarios para que haga las pruebas PCR necesarias entre los indígenas marchantes para establecer si hay entre ellos contagiados y definir si debe permitirles continuar o si debe establecer un cerco epidemiológico. Tiene la obligación de proteger la salud pública.
Ahora, no tengo duda de que en realidad el propósito de la Minga caucana es estar en Bogotá el 21 de octubre. Ese día, el denominado Comité Nacional del Paro, una mezcla de sindicatos y organizaciones estudiantiles de izquierda que viene promoviendo y coordinando las protestas contra el Gobierno desde noviembre del año pasado, ha propuesto un paro que pretende nacional. Es parte del ciclo de manifestaciones que la oposición radical viene impulsando desde fines del 2019.
Sobre ese paro deben hacerse las mismas consideraciones que sobre la Minga. Los epidemiólogos han advertido una y otra vez que no mantener la distancia, por un lado, y las aglomeraciones, por el otro, aumentan de manera sustantiva los riesgos de infección. Por eso el decreto 1168 del 2020 las prohibió en su artículo 5. Las cifras muestran que hemos conseguido, con un costo socioeconómico gigantesco, un avance muy importante en frenar la tasa de contagio del coronavirus. Según el MinSalud, a mediados de abril la tasa reproductiva, que mide la velocidad con que se propaga una enfermedad al interior de una sociedad y determina el número de personas que contagia un infectado, era del 2.5, es decir, de dos personas y media. Para el cinco de octubre, un mes después de haber levantado la cuarentena, era del 1.02. Pero esa mejora sustantiva puede perderse en cualquier momento, como lo muestran varios países europeos que, al relajarse el comportamiento ciudadano de cuidado personal y de protección de los demás, están experimentando de nuevo el crecimiento rápido de la infección y de la ocupación de unidades de cuidados intensivos. No podemos recorrer ese mismo camino. El costo en vidas humanas es ya excesivo.
Además, el país, sumido por cuenta del coronavirus en la crisis económica más profunda de su historia desde que tiene estadísticas y que apenas en las últimas semanas empieza a recuperarse, no puede darse el lujo de nuevos confinamientos, ordenados con la intención de frenar el crecimiento de la infección.
A la izquierda estas consideraciones le son indiferentes. Aunque presionó siempre al Gobierno nacional para que no aflojara en la cuarentena, so pretexto de que había que escoger la vida sobre la economía y planteando una dicotomía inexistente y falaz, ha exigido que se le permita marchar. Y las administraciones municipales que controlan no han tenido problema en comportarse de manera hipócrita y contradictoria: se opusieron al día sin Iva, retrasaron y entorpecieron tanto como han podido la reapertura económica e impusieron toda clase de exigencias y trabas burocráticas para abrir comercios y restaurantes, impidieron que abrieran las iglesias y templos, pero, en cambio, han autorizado sin límite ni restricciones marchas, protestas, manifestaciones.
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