Tenemos un orden civil desajustado y el imperio de la ley está en decadencia.
Durante las últimas semanas, quizás las más convulsas de nuestra historia reciente, hemos visto paros armados, intimidaciones a candidatos, una disputa electoral caudillista llena de odios y fanatismos, medidas legalmente cuestionables desde el gobierno central y una situación económica que no pareciera mejorar en el futuro cercano. Pero lo más grave es que quienes dicen liderar nuestro país guardan un silencio cómplice.
Un partido que dice fundamentarse en el imperio de la ley debería ser el primero en reconocer la ineficiencia de sus acciones. Sin embargo, durante el reciente paro armado que aisló durante cuatro días a 178 municipios en 11 departamentos, desde el gobierno central se empeñaban en repetir que eran “casos aislados”. Impresentable.
Por su parte, el candidato del oficialismo no convence y en lugar de presentar propuestas para solucionar los problemas estructurales del país, se concentró en intentar hundir a sus oponentes; una táctica que quizás dio frutos en el pasado pero que no conversa con el sentir ni las expectativas de las nuevas generaciones ávidas de respuestas. ¿El resultado? En su cierre de campaña en Medellín, otrora baluarte del uribismo, no tuvo la acogida esperada. Penoso.
Para colmo, el actuar de nuestros gobernantes es bastante cuestionable. Para un gobierno que dice tener como base el imperio de la ley, toma medidas legalmente cuestionables, violentando las leyes, la Constitución e incluso el Derecho Internacional para favorecer sus propios intereses mientras el uribismo, para “no afectar la institucionalidad”, defiende lo indefendible o mantiene un silencio ensordecedor. El gobierno de la legalidad es un fracaso.
El descontento popular aumenta; no se manifiesta en las calles, pero ya se pronunció en las urnas. El hartazgo de millones de compatriotas ante la ineficiencia del gobierno cunde por campos y ciudades y el accionar de nuestros dirigentes aumenta la desconfianza general en la clase política, creando el caldo de cultivo perfecto para los populismos de todos los colores. Y en esto el uribismo ha sido auxiliar y cómplice.
Los líderes surgen en momentos de crisis y nuestros dirigentes están llamados a asumir esa enorme responsabilidad, Sin embargo, hoy ese liderazgo parece vacante. Como partido de gobierno, el CD ha fallado. En vez de tomar las decisiones que propendan por mejorar las condiciones y calidad de vida de nuestros compatriotas y liderar el cambio que todos queríamos en 2018, sólo empeoró las cosas:
Hoy el país tiene un nivel de pobreza del 42%, $98 billones de déficit fiscal; endeudamiento de 172 mil millones de dólares, pasando del 51% del PIB en 2018 al 70%; desempleo en mujeres del 26%; una balanza comercial de -15.000 millones de dólares; y una corrupción que durante estos cuatro años deja pérdidas por $92 billones.
En suma, el partido que defiende el orden civil guarda silencio ante los desmanes; hace oídos sordos al diálogo popular, debilita la cohesión social, los niveles de pobreza generan desconfianza inversionista y en lugar de fortalecer el imperio de la ley han democratizado la inseguridad. Y el uribismo, calla.
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