Mercedes, caminante y panadera

Nunca conoció a su mamá, pero la crianza de sus 15 hijos la hizo un ser maternal, benevolente y protector, al punto que convertía en hogares de paso para amigos y conocidos, las sucesivas casas en las que se improvisaba una estancia temporal. Agustina y Octavio fueron los abuelos paternos que la criaron, y a los que vio morir a manos de guerreros fanatizados mientras ella escapaba al monte.

 Mercedes Reyes González creció en una vereda del municipio de Colombia, en el departamento del Huila, con un nombre opuesto a la realidad que vivía: La Esperanza. Fue en ese lugar, de atardeceres que llegaban precedidos por los bufidos de las bestias y el concierto de luces titilantes de las luciérnagas, en el que conoció a Marco; con quien tendría 8 hijos y luego iniciara el éxodo bíblico en busca de la esquiva supervivencia y de un fugaz arraigo.

 Siendo una niña, conoció la beligerancia de los hombres antes que la ternura y la calidez de las escuelas. Nada vivió del regocijo de la adolescencia y los divertimentos de la juventud. Con tres hijos a cuestas – Arnulfo, Melquis y Blanca-, huyó de la espiral de odio que asolaba los campos y deambuló por pueblos ejerciendo los oficios más rudimentarios y las labores más rudas para una mujer. Junto a Marco, se sobrepusieron al hambre vendiendo viandas tradicionales en desvencijados mesones de madera que armaban en plazas de mercado y cuidando fincas a cambio de techo y comida.

 El destino itinerante empezó la mañana en que su esposo llegó presuroso al rancho y le contó que su mula había sido sacrificada a escopetazos por bandoleros que lo apremiaban a huir antes del anochecer. Los estallidos de pólvora y los jadeos del animal agónico y sangrante, fueron la señal premonitoria de una vida conyugal atravesada por la adversidad. Como si la vida se empeñara en someterlos a las pruebas más arduas, y ellos no desfallecieran ante ningún revés, el incesante extravío en los caminos los convirtió en gitanos de provincia. En la ingenuidad de sus sentires, nunca lograron descifrar el origen de las malquerencias e inquinas entre pájaros y chulavitas. Dos facciones que pugnaban por banderas impuestas y rencores heredados.

 Por un par de meses se guarecieron entre cafetales, cargando sus escasos bártulos y templando ventorrillos y camastros de cuero de animal. La vida de curtidos caminantes la hizo fuerte e incólume a las desgracias. Por eso ha visto la muerte con una naturalidad que asombra al más sereno de los creyentes.

 Después de un trasiego por Alpujarra, Dolores, Neiva y Garzón, llegaron al segundo pueblo más antiguo del Huila: El Pital. En el cañón que forman unas montañas que se explayan en cadenas decrecientes y multiformes hacia un valle que recorre por uno de sus flancos una quebrada bautizada con el vocablo indígena de Yaguilga, nacieron cinco hijos más con los apellidos Herrera Reyes. Una mañana de domingo, recibió la aciaga noticia que el bus escalera en el que viajaba su esposo de Tarqui a El Pital, había rodado por un abismo.  El osado comerciante de granos y vituallas con el que aspiró a vivir toda su vida había muerto.

 El infortunio de perder al padre de sus hijos y al esposo valiente con el que escapó de la tierra de su infancia, lo enfrentó convirtiéndose en panadera. Con bateas y harina de trigo, levadura y un horno de leña, proveyó el alimentó para todos sus hijos. Con los años, también llegaría Álvaro Peña, su segundo esposo y el padre de 7 hijos más. Siempre he admirado la fraternidad de unos y otros. Los Herrera y los Peñas crecieron con un vínculo de hermandad en el que el primer apellido suponía apenas un accidente lingüístico en la intrincada ramificación genealógica de la parentela. 

 Mercedes, hoy con 86 años, resiste el embate de los años y la afección severa de uno de sus pulmones en Yumbo, Valle, la ciudad más contaminada de Colombia. La fetidez de los residuos químicos de las factorías, las emisiones de monóxido de carbono y dióxido de azufre de las fábricas que infestan el aire y que en forma de interminables humaredas manchan el cielo de Yumbo, en nada se parecen a los paisajes rurales de su infancia, las fragancias telúricas de la finca de sus abuelos y el vaho de los anafes en las auroras del campo huilense.

 Del pueblo que en las postrimerías del siglo XIX sirvió con la fertilidad de sus suelos para la irrupción de la caficultura en el Huila, a la urbe industrial que en los años 80 del siglo XX simbolizó el crecimiento empresarial y la rebeldía citadina, Mercedes ha visto cruzar dos milenios y dos siglos. También ha enterrado a 4 hijos y 2 esposos. Si la alfabetización en los saberes le hubiera sido permitida, ella no vacilaría en inscribirse como proverbial representante del estoicismo cristiano. Quizás ella comprendió, sin necesidad de libros ni academias, que el dolor es pasajero y la lucha permanente. ¡ Salud, abuela ¡

Marcos Fabián Herrera

Nació en El Pital (Huila), Colombia, en 1984. Ha ejercido el periodismo cultural y la crítica literaria en diversos periódicos y revistas de habla hispana. Escribe en las páginas culturales del diario El Espectador de Colombia. Autor de los libros El coloquio insolente: Conversaciones con escritores y artistas colombianos (Coedición de Visage-con-Fabulación, 2008); Silabario de magia – poesía (Trilce Editores, 2011); Palabra de Autor (Sílaba, 2017); Oficios del destierro ( Programa Editorial Univalle, 2019 ); Un bemol en la guerra ( Navío Libros, 2019).

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