Mera farra

Reposaba sus virtudes sobre la baranda, mientras alzaba su cabeza con dirección a la luna, dándole cortos besos al cigarrillo.



Tras casi un año evitando las aglomeraciones, decidí aceptar la invitación que me llegó en la madrugada, y sin titubear, tomé fuerzas para asistir.

Caí en pijama. De igual formas, para festejar la vestimenta es lo de menos. El anfitrión era “Temor a la trascendencia” (o “decepción familiar” para los amigos). Nos conocemos de toda la vida, pero solo en estas épocas de virtualidad nos hemos acercado. Desde la entrada, lo primero que hice fue tratar de identificar algún grupo al que me pudiese acoplar, por lo menos hasta que pierda la conciencia.

En una esquina estaba sentado “desamor”, quien melancólico, me invitaba de su botella. En sus ojos noté las ansias que tenía de entablar una conversación prolongada. Pero lo ignoré. Ya estoy cansado de concebir vida a viejas conocidas. En la sala, bailaban “soberbia” y “orgullo”, evitando el cruce de pupilas, a la par que aumentaban sus roces. La tensión se sentía en el ambiente, cosa que “imprudencia” hizo notar arrojando un trío de preservativos e invitando a su buen uso.

Al instante, “furia” lo convidó a pelear afuera. Él no era amigo de ninguno de los involucrados, pero no suele desaprovechar oportunidad alguna para lucir sus dotes de irracionalidad. Por su parte, “cobardía” me ofreció un trago, mientras daba rienda suelta a la justificación de porqué no iba a intervenir por su amigo. De igual formas, él mismo se lo buscó.

Sin dudar, “timidez” tomó iniciativa, e interrumpió la conversación de “decepción familiar” y dos mujeres. Para que este, al ser el anfitrión evitara tal acontecimiento. Pero, “decep” (para los más que amigos) no se esforzó en ocultar la poca importancia que le generaba, ya que era consciente de que no sería la única fiesta que daría, por lo tanto, era desgastarse por nada.

Por mi parte, me dirigí hacia la parte del balcón, con el fin de no entrometer mi nariz en lo que pasaba atrás.  y antes de cruzar aquel umbral, logré ver su silueta. Dudé por un segundo si en realidad era ella, hace mucho tiempo no nos veíamos. Aunque todos estos años no había parado de escuchar historias de terceros, y de lo cambiada que ella estaba. Así que aclaré un poco mis ideas y limpié mis visores, con la finalidad de poder verle. Y si, era “soledad”.

Reposaba sus virtudes sobre la baranda, mientras alzaba su cabeza con dirección a la luna, dándole cortos besos al cigarrillo. Lo último que recuerdo es que tardé más de 15 minutos en acomodar mis palabras. Pero de nada sirvió, porque no pude evitar desboronarme a la hora de plantarle frente. Resultó ser mucho más alta e imponente de como la pensaba. Y eso me gustó.

Después de aquello, solo nado entre lagunas de pequeños lapsos de conciencia. Sé que bebimos y hablamos hasta que el sol nos saludó. No olvido sus hermosos ojos color madera, y su sonrisa inminente, misma que se asomaba a cada vociferación que salía de mis bigotes. Era de no hablar mucho, más bien le gustaba escuchar. Sin embargo, cuando comentaba, ofrecía de esos comentarios que no son buscados, pero siempre son agradecidos por la cantidad de sinceridad de la cual suelen ir cargados.

Por las llamadas perdidas de mi madre, supe que iba tarde para mi clase de 8 de la mañana. Esto, hizo que la convidara a que partiéramos de aquella posada, puesto que descubrí que éramos vecinos. Hace mucho tiempo vivíamos en la misma cuadra y yo nunca lo supe.  Así que, tomados de las manos nos abrimos paso entre el desastre del despilfarro. No tuve tiempo para despedirme de “dec” (para los que son aún más íntimos), pero sé que en otra fiesta nos volveremos a ver.

En el paradero, tras tomar la buseta correcta, y haberla visto pagar su pasaje, para después sentarse a mi lado, sentí al instante el reposo de su ser sobre mi hombro. Entonces, comprendí que la soledad también es pasajera.

Juan Pablo Romero

Semi estudiante de enfermería.

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