Medellín es una para los turistas. Tacita de plata. Encantadora. Un turista se pasea por la Setenta. Siente el helicóptero de la Policía sobrevolando sobre su sombrero y saluda creyendo que desde arriba alguien le protege. Monta en bici por las ciclo-rutas de Laureles, va a clase de castellano en alguna Universidad donde la gente es amable y encantadora. Encuentra un Starbucks y revisa su correo electrónico en alguno de sus i-dispositivos.
Va a un evento corporativo a Plaza mayor, almuerza cerca de un alcalde encantador en Mercados del Río. Camina por la avenida el Poblado hasta Oviedo. En la tarde, cambia sus dólares y disfruta de la plácida vida nocturna en el Lleras. Con niñas voluptuosas atiborradas de mireya que se aseguran de que el extranjero duerma plácidamente en su Young special living hostel, mientras supera el englobe que produce el consumo de marihuana en ayunas.
Esta es la Medellín de las postales. La Medellín que se vende como destino turístico. La Medellín que hace excursiones entre Envigado y Guatapé. La Medellín que recorren coloridas chivas bailables. La Medellín a la que Bancolombia le está poniendo el alma. La Medellín de universitarios emprendedores que gerencian su propia empresa y profesionales hipotecados. La Medellín que ha enterrado su cabeza en la arena para no ver lo que sucede alrededor.
Porque la Medellín de quienes habitan la periferia es la Medellín de la olla a presión. La que vive en permanente ebullición, la que está en manos de los combos. Los que definen las rutas, las plazas y el movimiento de toda la comunidad organizada según expendios de vicio y zonas de cobro efectivo de extorsión. La Medellín sin Dios ni Ley. A la que la autoridad no tiene acceso. Es la Medellín de los últimos veinte años. La que dio de baja a Pablo Escobar pero no ha podido contrarrestar la consolidación de una cultura mafiosa.
Esta es la otra Medellín, la de verdad, la que no ven los turistas. La que solo se reserva para la gente del común. La que amamos y nos duele. La que ha negado oportunidades a tantos jóvenes que hoy exponen su vida por una guerra que les es ajena. La Medellín por dentro es una Medellín que padece con creces la arrogancia de creer que maquillar la ciudad para los turistas es una política pública. Reducir Medellín a unas pocas cuadras es una decisión miope e indolente que ha generado efectos lamentables porque nos ha dejado expuestos, vulnerables, encerrados en nuestros propios andenes y a la vista de un poder que parece cien veces superior al del establecimiento y su frágil voluntad política.