“Max Stirner” fue el seudónimo que adoptó Johann Schmidt, un filósofo germano que vivió entre 1806 y 1856. Se lo clasifica como el pensador del “egoísmo” y su principal obra fue “El único y su propiedad”.
Aunque poco se lo tenga en cuenta él, junto con Soren Kierkegaard, fueron los cultores del existencialismo filosófico, del anarquismo posizquierdista y hasta del nihilismo posmoderno; es más, sin este escritor nos sería sumamente dificultoso comprender el pensamiento del teólogo danés, de igual forma las concepciones de Martín Heidegger y de Jean-Paul Sartre. No obstante esto, Stirner, quizás inconscientemente, o no tanto, intentó prevenirnos contra uno de los mayores riesgos que atraviesa el mundo actual: la “cosificación” del ser.
Pongámoslo de esta manera. Durante la modernidad la filosofía pretendió ser una ciencia objetiva. Lo propio no se incluyó dentro de sus intereses. Pensar requería entonces renunciar a las particularidades para que todos podamos llegar a las mismas verdades universales. Pero la filosofía no siempre fue así.
Las tradiciones de la India o las ideas de la Grecia clásica, por poner algunos casos, eran más bien de orden espiritual y eran además guías tanto para la vida como una preparación para la muerte. Estaban centradas en la intimidad humana. Y estas situaciones personales se encontraban indudablemente plagadas de angustia y desesperación. De hecho, el budismo y las prácticas del yoga estaban inspiradas en la superación del dolor. Georges W. Hegel es el símbolo máximo de un sistema filosófico idealista, totalizador, absoluto, alejado del sujeto privado que siente la congoja de existir. Kierkegaard criticando al pensador de Jena escribió que “Hegel lo sabe todo mejor que tú. Pero ignora un solo problema: el tuyo”.
Lo que quiere señalar que, para Kierkegaard, la filosofía no debería prescindir de la persona sufriente ya que esta es precisamente la que filosofa y su subsistencia constituye su problema coyuntural. Todos nos vamos a enfrentar en algún momento a la decisión de Adán sobre el bien y el mal. A la incomprensión de Abraham a quien el “Dios bueno” le pide que sacrifique a su primogénito. A las dudas de Jesús en la cruz cuando cree que su Padre lo ha abandonado.
No somos objetos pasivos sobre un asunto ajeno, somos, en realidad, los protagonistas del drama. La existencia no puede ser abarcada por las categorías de lo general, ya que lo general corresponde al mundo de las cosas que no poseen sensaciones ni identidad. La masa no interroga, obedece. El orbe opuesto es el del existir, el de las excepciones, lo propio, y es irreductible del sujeto sentiente. El filosofar es visto como el abarcar los asuntos genéricos, los de la mayoría, los que deben someterse al deber social, al Estado. Lo abstracto se opone al “ser ahí”, es decir, a “mi aquí”. No es posible vivir únicamente en el mundo suprasensible, en la contemplación absoluta: somos entes murientes y que además nos acongojamos por ello.
A menudo Kierkegaard, para ilustrar el punto, nos hablaba de dos tipos de héroes: el “Caballero de la fe” y el “Héroe trágico”. El primero -preanuncio del “Superhombre”- es el ente solitario, que no necesita de nadie, el que se entristece por su situación. Es terrible haber nacido aislado, fuera de lo ordinario, no hay compañero de ruta. Es la condena del loco. Volverse normal requeriría dejar de ser él mismo. Requeriría someterse a la multitud humana y perder su esencia. La muerte en vida. En cambio, el “Héroe trágico” es el que se encuentra solo, pero sacrifica su soledad en función del bien común, tal como Agamenón hizo con Ifigenia. Es el modelo “crístico”, que se dona a si mismo a la humanidad, el que se inmola para perderse en lo general.
Regresemos a Stirner. En su obra capital “El único y su propiedad” compara el problema con Dios. El Ser Supremo está solo. Él es “lo que es”. No necesita de nadie. Pero decide crear a los otros, cuidando siempre de no licuarse en ello, de otro modo caería en un panteísmo. Yahvé, en el Antiguo Testamento, sustituye al primero de los arquetipos heroicos, auténtico, real, uno y único; ahora en el acontecimiento de Cristo encarna, casi con literalidad, su tragedia. Se hace humano y entrega su singularidad en el Calvario renaciendo como parte de una totalidad. ¿Qué decidir? ¿Qué hacer con nuestra libertad?
Para Friedrich Nietzsche, contemporáneo a las ideas del sujeto colectivo marxista, rebajar la vida en función de un socialismo era nihilismo. Para Sartre representaba la contradicción del hombre individual arrojado a su nada en el vano intento de lograr un ser en comunidad. Stirner advierte que, si el ser se mimetiza con lo social, entrará indefectiblemente en el campo de la extensión, de lo impersonal. De las leyes del conjunto. Del partido. De las “cosas”. Y las cosas son sustituibles. De hecho, yo puedo permutar las cosas por otras. No así a individuos irremplazables.
El hombre ético que se confunde en la turba humana, en sus mares amorfos e inestables, deja de ser un hombre original para ser un instrumento del todo, un objeto de uso, una copia en serie, un aparato artificial, que solo tiene un valor de consumo y que actúa dentro del grupo según la voluntad de los demás.
Esto se ve claramente en la política y en su expresión más violenta como lo es la guerra. En la guerra todos deben ir a matar, a defender a su abstracta patria, no deben dudar. La masa es lo fundamental, no los individuos. Estos pueden caer en combate, de hecho, van a caer en combate, empero, lo importante es el equipo, la supervivencia de la horda, produciendo como consecuencia la desvaloración del ente. La crucifixión del sujeto en función de la amalgama de los objetos colectivos.
Este tipo de cosificación es de las más conocidas. Cuando se uniforma al conjunto. Michel Foucault en “Vigilar y castigar” nos hablaba del soldado, del que debe marchar, el que debe ser igual al resto. El ser corriente. Pensemos lo siguiente: durante las cuarentenas nos han dominado, tanto la mente como el cuerpo. Solo así pudieron hacernos creer lo que los poderes quisieron que creyéramos. Durante la era digital el cuerpo se ha diluido en la virtualidad general de la red. Hemos llegado a ser simulaciones de nosotros mismos. Donde todos queremos exponernos, como en un espectáculo, exacerbar el yo, sin embargo, nadie mira a nadie, nadie registra a nadie. Estamos disgregados en la inmensidad de las redes, atrapados en las pantallas.
La cosificación del sujeto dentro de un “soviet”, a la vez desdibujado por la tecnología produce la falta de criterio imperante y de pensamiento situado, asimismo no ve necesario buscar la moral y la verdad.
El sujeto ha muerto en la inmensidad de una nada algorítmica. La historia ha sido sustituida por la aceleración imperceptible de una realidad en cuestión, donde todo pasa, donde nada se tarda. Y si el pensamiento de demora ya no es visto como útil, la filosofía es improcedente en un mundo donde las máquinas simularan pensar por nosotros, mejor dicho, ya hacen como si pensaran por nosotros.
En suma: desempolvar la obra de Stirner es abrirnos a una clara actualidad. Nos convoca a seguir considerando que sin una idea nítida de qué es el hombre, qué es la historia o cuál debe ser la filosofía para conducir el mundo, esta civilización perpleja está destinada a entrar en una etapa tenebrosa, de excesiva tecnificación, sumergida en el océano de lo general, donde la extrema especialización informática está dejando a las mayorías fuera del sistema, en la pauperización más crasa: son los marginados a la periferia, “cosas”; y lo que es más inquietante: carecen de consciencia de su condición, de modo que no pueden modificar un mundo que les es ajeno, que no los advierte, que los globaliza y somete y donde evidentemente les hacen creer que sobran.
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