Luchando contra el enemigo

Basado en la vida real de Doria Betty Loaiza. 

Hace 15 años trabajo como maestra, en el centro educativo de la vereda Vallejuelos del municipio de San Carlos, en la que crecí como persona, fueron suficientes para ganarme el corazón de la gente; sin embargo, la alegría de escuchar los gritos y risas de mis alumnos y la de disfrutar la sonrisa de un niño, no perduró por mucho tiempo.

Aunque trabajé en medio de las balas, enfrentamientos, masacres y desapariciones, entendí que lo importante era siempre acompañar a los alumnos y, a su vez, a los padres de familia, motivo que convirtió al maestro en símbolo de esperanza y razón para quedarse, por eso nunca dejé de ir.

Los 130 estudiantes contaban con 7 maestros, no obstante, muchos de ellos huyeron a causa del miedo y los pocos que quedamos tuvimos que dictar todas las áreas, pero el deseo de la administración municipal de conservar la planta de docentes, hasta encontrar alguna solución al problema, permitió la llegada de 4 profesores más.

En ese tiempo, preparar o no las clases no era importante para el maestro; para la comunidad y para el maestro lo importante era llegar a allá. Las clases se daban de acuerdo al momento, porque uno no podía empezar a dictar matemáticas, sociales o cualquier área que le tocara en medio de, ‘anoche estuvieron aquí, fueron a mi casa, sacaron a mi papá’, todos estaban tristes. Teníamos que cambiar toda la dinámica y sentarnos a jugar con ellos, a conversar, a hacer otras cosas diferentes para poder ir evadiendo el miedo.

El regreso de nosotros era tristeza para ellos, los niños no querían ni regresar a la casa, pero no era por su casa, era el por qué iba a ocurrir esa noche, eso era un mal esperar todos los días, ¿qué va a pasar a la noche?, ¿de dónde van a llegar?, ¿dónde va a ser la balacera?, era acomodar la pedagogía al momento. No era importante enseñar a leer y escribir, era importante hacer crecer seres humanos diferentes, con otros sueños y otras esperanzas.

Entre disparo y disparo la población de San Carlos, atemorizada, se fue desplazando. Fue para ese tiempo que sucedió la masacre en Dosquebradas, en la que se cobró la vida de 19 personas. En ese momento salió el comentario de que el próximo operativo sería en Vallejuelos y por eso, con el miedo impuesto, gran parte de la población de la vereda decidió marcharse a Medellín y diferentes destinos de Colombia. En medio de la soledad quedaron 30 estudiantes, convirtiéndose, para ellos, en un tipo de educación personalizada, pero la fortaleza de nosotros como maestros no se acababa ahí, cada día, caminando entre las balas, hombres armados y muertos, subíamos a la escuela, por lo menos a llevar un mensaje de esperanza. En medio del esfuerzo logramos reunir, nuevamente, 90 estudiantes. La violencia se fue calmando.

Cuando creíamos que los fusiles, los llantos, el dolor y el sufrimiento se iban apagando lentamente, llegó la politiquería al municipio y con ella, las rivalidades y celos políticos; fue ese el motivo para que el alcalde decidiera sacarme a mí y a varios de mis compañeros de la vereda; nos llegó un decreto en que decía que estábamos haciendo las cosas mal y que por eso nos trasladaban, en mi caso para la vereda Palmichal.

Ofendidos por lo que se nos acusaba, con la angustia de no saber el porqué y el miedo de lo que pudiera pasar después, decidimos no quedarnos de brazos cruzados; impusimos una acción de tutela contra el alcalde de ese entonces, Nicolás Guzmán, saliendo victoriosos al año siguiente y con la oportunidad de regresar a la escuela; sin embargo, quise dar por terminada esa etapa de mi vida, que me había permitido acompañar a varias generaciones, e iniciar un nuevo proceso.

Las autodefensas tenían su centro en el corregimiento El Jordán y se encargaron de manejar todo San Carlos, hasta las autoridades les obedecían, incluyendo la Policía y el Ejército. Ellos decían, “para tal sábado deben llegar acá los comerciantes. Los del gremio del hospital”, la Policía salía a despacharlos para ir a enfrentase. Llegó el día en que le tocó al gremio de los maestros, ¿a qué Dios mío? Era un sábado lluvioso, me levanté, fui al templo, empecé a orar y así fueron llegando otras cinco docentes, a lo mismo. Yo salí, fui donde el sacerdote y le dije, “padre écheme la bendición, porque si me voy pa’ arriba que me vaya bien y si vuelvo pues que vuelva bien”; uno sabía que era como si un tiburón abriera la boca y yo me le parara ahí, a esperar a ver qué pasaba. Llegamos y fuimos apareciendo en una lista para matarnos, el porqué, Dios sabe por qué pasarán esas cosas. La orden era llegar al centro poblado y no movernos del parque. Algunas de mis compañeras que estaban en la lista se fueron a desayunar.

Llegó el muchacho con la lista y empezó a llamar, “Betty Loaiza, Ana Guzmán…”, 3 de las que mandaron a llamar, no estaban. El señor Castañeda lo que dijo era, “se van y vuelven dentro de 8 días, después no los volvemos a recibir”, ¿qué puede pensar un maestro que está en una lista para matarlo y tener que volver a los 8 días?, uno mejor corre, yo no corrí, pedí una cita con él. Ese día llegué allá como una o dos horas antes que todos los demás docentes y me senté a conversar con él, me dijo que yo qué quería y le pregunté por qué me iba a matar, qué razón había, él me miraba, se fue tranquilizando y me dijo, “no, yo a usted no la voy a matar” y le dije, “si, no ve que yo estoy en la lista”, pero si usted me va a matar, me dice, y yo llamo a mi familia y le digo por qué, no ve que ya mataron a mi hermano y no sabemos por qué. El dolor puede ser la muerte y la ausencia de él, pero es que ¿por qué?

Mi hermano en ese tiempo estaba desaparecido. Seguí conversando con él y me decía, “lo que pasa es que los muchachos dicen que es una zona guerrillera”, y yo le dije, “ellos son niños, yo le dicto clase es a los niños, allá ningún papá me dice, recíbame a mi hijo que yo soy guerrillero”, sin embargo, el señor insistía.

Después de mucho conversar, me dijo que no habláramos más de eso, cogió, guardó el cuaderno y me dijo, “con usted todo está bien”, luego me mostró el cuaderno y me dijo, “vea ,usted aquí no tiene nada” y era verdad, estaba mi nombre, pero no tenía nada, el de todas mis compañeras tenía al frente el número de cédula y, “la matamos porque su hija es un soldado, la matamos porque carga…”, cada una tenía su cuento, a mí no me tenían nada, no sé por qué me tenían reseñada . Después me dijo, “pero si aquí no tenés nada”; cerró el cuaderno, lo guardó bajo su brazo y me expresó, “te podés ir tranquila, con vos no pasa nada”, yo le pregunté, “¿y si a usted lo matan?, viene otro comandante, coge el cuaderno y volvemos, otra vez, a lo mismo”, él me miraba. Algo pasó en él; abrió el cuaderno, arrancó la hoja donde estaba mi nombre y me dijo, “vea, haga con ella lo que quiera” yo me preguntaba, ¿qué hago con esto?, mientras que él conversaba, yo comencé a picar la hoja y me la fui comiendo, ¿cómo?, no sé, el hecho es que me comí toda esa hoja, él solo me miraba.

En esas entró el político de las autodefensas de esa zona y se paró detrás de mí, sentí mucho miedo; le preguntó a Castañeda qué hacía conmigo, si me mataban o qué, él respondió, “no, no, ella es una muchacha que yo conocí y estamos conversando cosas atrás, con ella no hay ningún problema” y seguía mirándome tragar ese papel. El señor se fue y Castañeda me dijo, “ahorita que salgamos y cite a todos los docentes, tendré que volver a llamar a los que estaban en la lista, te tengo que volver a llamar, de lo contrario van a creer que hice algún negocio con usted”, yo pensaba, “este me está es ayudando, ya me está es salvando”, así fue, nos reunió a todos en el coliseo y dijo, “las profesoras tales, tales y tales, las está esperando el comandante en tal parte, pueden ir allá. Los que viven en las veredas del parque hacia arriba no sé qué hacen acá porque a ustedes no los mandamos a llamar, parranda de guerrilleros. Ustedes no estaban citados a esta reunión”.

Nos preguntábamos, ¿qué pasó?, si todas las personas que estábamos allá pertenecíamos a la misma zona. Toda la gente se salió y a nosotros nos retiró junto a una torre de energía. El comandante gritaba fuerte y decía que, si seguíamos ayudando a los guerrilleros, nos iban a matar, yo opté por quedarme callada, las otras muchachas le preguntaban, “¿pero yo?”, era mejor que no le preguntaran nada, porque era como el demonio.

Luego nos vinimos, pero el tramo fue horrible, porque yo sabía que podía pasar cualquier cosa en la carretera y para acabarle de ajustar 2 motos se adelantaban, se pasaban; medio frenaba el carro y pensaba, “aquí me van a bajar”, gracias a Dios llegamos bien, fui a la casa de mi mamá, les conté por encima qué había pasado.

Llegó el momento en que la fuerza que traía ya se me fue venciendo y pedí ir al médico, que me llevaran de urgencia porque yo tenía un shock de llanto impresionante, era el miedo que había acumulado todo el tiempo. Fui al médico, su nombre era William Boada, y lo extraño es que cuando le conté, salió corriendo a llorar; yo ya no sabía si llorar o mirar qué le había pasado al médico. Cuando volvió me pidió disculpas y me dijo que no había soportado la historia, para él había sido muy fuerte, que él era médico y no psicólogo. Me contó que el sueño de él era traerse la novia a vivir a San Carlos, pero en esas condiciones mejor no se la traía. Yo empecé a decirle, “eso me pasó fue a mí, eso no le va a pasar a toda la gente”. Terminé yo ayudándole al médico. Él sacó una pastilla y me dijo, “si usted es capaz, nunca se la tome, tenga esta pastilla. Nunca se tome una pastilla ni para dormir, ni para controlar, porque es capaz de todo”, nunca me la tomé. Él se fue y en Medellín lo mataron, pero no fue por nada de San Carlos, la situación fue personal, algo diferente.

Cuando vine de El Jordán, me mandaron un vigilante, me vigilaba todo el tiempo, a veces estaba en la esquina y me acompañaba hasta el bus. Mi vida se convirtió en ir a misa y regresar a mi casa. No sé cuánto tiempo estuve así. Alguna vez dejaron de vigilarme y no supe cuándo.

Los tiempos fueron muy fuertes. Todos los días en la escuela escuchábamos a los niños decir, “se llevaron a mi papá”, uno no podía ni llorar, yo no tuve tiempo ni de llorar a mi hermano, me tuve que convertir en esa fuerza. Dios se demoró 10 años para decirme dónde estaba mi hermano, lo encontré en un monte, en una fosa, lo desenterramos, lo trajimos y ya lo tengo aquí en el osario.

Un día llamó la niña mía, trabajaba en la Alcaldía, y me dijo, “mamá una señora quiere hablar con usted” y le pregunté, ¿quién?, mi corazón se paralizó otra vez, yo dije, “me van a matar, me van a matar, me voy a tener que ir”, mi hija me la pasó y la señora me dijo, “profe es que yo necesito contarle una cosa”, le respondí, “venga a mi casa”. Yo no sé si mi cerebro se descodificó, porque de la Alcaldía hasta acá, para que la señora llegara, pude contar 1 minuto, el hecho es que yo sentí que ella llegó de inmediato. Antes le había dicho que, si venía, era muy rápido porque iba para misa de 12, yo no quería tenerla acá, tenía miedo. La señora vino y me dijo, “profe es que necesito hablar con usted, pero vamos allí” y yo decía, “me van a llevar a que me maten”, era muy horrible.

Salimos y me dijo, “profe es que yo tengo que decirle. Hubo un señor, ya murió, que me dijo que él se iba a morir y tenía mucha tristeza porque sabía dónde había quedado el profesor”, caminábamos y ella me contaba la historia, me decía que estaba en tal parte, la otra, yo ya quería que hubiera mucha gente.

Me dijo que volvía a los 8 días, efectivamente a los 8 días volvió y yo empecé a enamorarla, le regalé una licuadora, le compraba todos los quesos que traía, la leche, la llamaba y la saludaba, debía tenerla siempre cerca.

La señora era de la vereda, había visto todo, no había hablado antes, porque quién hablara los paramilitares lo mataban, era un delito. Ella tuvo las nietecitas estudiando en la escuela y yo era la profesora de ellas.

Llamé a la Fiscalía, dije que ya había indicios de dónde estaba el cadáver de mi hermano, hablé con el fiscal, me dijo que no podían venir en el momento, pero que había que seguir indagando si había más muertos para no perder la venida debido al alto costo del equipo de exhumación.

La señora me decía, “vamos, vamos las 2” y yo decía, “esta señora me va a llevar a que me maten”, porque ella me decía que tenía que ser un sábado, que hubiera feria en San Rafael, porque el dueño de la finca donde estaba el cadáver iba a la feria. Con temor le dije, “le voy a comprar aerosol, usted va señalizando los tallos de los árboles que nos lleven hasta donde debe estar el cadáver de él y así no se van a dar cuenta que usted me dice”.

Así pasaron 6 meses, ya vino la Fiscalía, teníamos señalizado el camino. Yo le había dicho a mi rector que cualquier lunes no iba a trabajar, pero que era por esto y esto y el rector me dijo, “no, es que me llama y me dice porque yo voy a acompañarla”, le dije que no sabía si podía llevarlo.

Llegó ese lunes, fue muy duro el camino hacia allá, nos tuvimos que ir por San Rafael porque por San Carlos era más duro el camino.

La señora me decía que había 3 muertos con él, una pareja y mi hermano, que él estaba de primero, de arriba para abajo o de abajo para arriba, no sabían si lo habían tirado a él primero, lo que si me dijo era que le había tocado cavar la tumba para enterrarlo.

Un día antes de la exhumación apareció un joven, de nombre Miguel Ángel, a la Alcaldía y dijo que iba a hablar para obtener lo de Restitución de Tierras. Él hablaba de Las Camelias y que a los papás los habían desaparecido allá. Creímos que era la pareja de la que hablaba la señora. Él fue con nosotros y tenía la esperanza de que sus papás estuvieran ahí, pero nunca los encontraron.

En ese momento entendí que un ser humano le quita la vida a otro y le arrebata su dignidad, pero que otro ser humano bueno, un profesional que hace su trabajo bien hecho, le devuelve la dignidad a los muertos. En el equipo de exhumación iba una antropóloga, abrieron la fosa, ella tendió unos plásticos y armó el cadáver de mi hermano tan bonito, con tanto amor; para ella era importante cada huesecillo y ella lo iba formando. Yo opté por sentarme junto al fiscal y él me preguntaba, “¿usted por qué es que no llora?”, yo le dije, “no ve que de pronto no es mi hermano y entonces pierdo la llorada”.

Vi lo que la antropóloga sacaba de él y como lo fue armando con tanto amor que yo dije, “ella lo amó cuando lo sacó, yo más”, eso me hizo ver que la vida de mi hermano y la forma de morir no había sido tan triste. Yo preguntaba que por qué estaba desnudo, yo lo veía sin ropa y me dijeron que era que la ropa se desintegraba. Lo lograron sacar, lo trajimos, todo empacado por partes, tenía la puñaleta y le dieron tiros en la cabeza.

Estuvo 2 años en el bunker de la Fiscalía mientras pasaba las pruebas de ADN y la investigación.

En un momento yo estaba con Memoria Histórica en Bogotá y me llamó el fiscal, ya habían pasado casi 2 años, me dijo, “profe”, yo le contesté, “fiscal estaba pensando en usted”, él respondió, “¿por qué?”, le dije, “no sé”, ya me contó que el ADN coincidía con el de papá y mamá, en ese instante hubo un momento de descontrol mío, sin embargo, la gente de Memoria Histórica estuvo ahí todo el tiempo, me dijeron que me calmara para empezar el programa que iban a hacer. Esa noche se perdió el celular, no tenía como llamar a mi familia, durmieron tranquilos. Al otro día llamé.

Mi papá y mi mamá son personas muy mayores y sus enfermedades y su tristeza paró cuando recuperamos el cadáver, ahí logré entender que la desaparición si es capaz de acabar con la vida de los seres humanos. No saber dónde estaba mi hermano era muy fuerte; mi papá y mi mamá se fueron deteriorando, les llegaron las enfermedades que no tuvieron. Cuando apareció el cadáver le dimos cristiana sepultura y ellos pararon sus enfermedades.

Nunca se supo que pasó, lo único es que él dejó una hija en El Jordán. Él era docente allá, donde fue zona paramilitar, pero lo sacó el alcalde de turno y lo pasó para otra zona. Él era objetivo principal de la guerra, porque venía de escuelas donde estaban los paramilitares, la única justificación es esa. La Fiscalía dijo que el crimen sí lo había cometido la guerrilla, pero yo trabajando en Vallejuelos, el día que a él lo desaparecieron, vi bajar el Ejército, la guerrilla y la Policía.

Estuve todo el tiempo en San Carlos, no me fui. En 10 años viajé como 2 veces a Medellín. Me montaba en el bus, había retenes todo el tiempo, en un lugar uno de los paramilitares, 2 o 3 cuadras arriba la guerrilla y si seguíamos, el Ejército; en todas partes nos paraban. Llegábamos a Medellín tensionados.

Entrabamos al consultorio, porque generalmente salíamos era para ir al médico, y nos preguntaban de dónde éramos y decíamos de San Carlos, “atiéndanla rapidito que es guerrillera”, yo me tuve que enojar una vez en un consultorio, uno tiene que hacerse respetar, nos estaban rotulando como guerrilleros. Eso fue muy duro.

Toda mi familia estaba en San Carlos, todos trabajábamos allí, ¿yo por qué me iba a ir?, ¿por qué iba a abandonar a los estudiantes, si ellos también estaban? Yo tenía mi trabajo. Si a mí me movían, ¿entonces mi familia qué?, ¿que se mueran que yo voy y los entierro?, no, o estábamos ahí todos o nos salíamos todos.

Lastimosamente mi hermano, en el 2002, lo desaparecieron y lo mataron, pero bueno, Dios también sabe por qué. Yo pienso que en la obra de Dios estaba claro que en vez de mi hermano volverse un guerrillero, a matar gente, o un paramilitar porque le decían, “o se va con nosotros o se muere”, él prefirió morir que empezar una vida de asesino y hacerle más daño a la gente.

El tiempo de la guerra duró entre 10 a 11 años. Sin embargo, yo creo que todo fue para bueno, las cosas cuando llegan son por algo, siempre siento que el dolor y el sufrimiento hacen a la persona más fuerte, por eso llegan a la vida de los seres humanos. Siento que el dolor y el sufrimiento lo hacen a uno más fuertes para vencer y enfrentarse a las cosas más difíciles.

Uno se acostaba 4 – 5 de la tarde. San Carlos era un pueblo fantasma, las luces se apagaban temprano, los televisores permanecían a bajo volumen porque uno no sabía qué podía ocurrir, dormir hasta con zapatos, no se sabía cuándo teníamos que correr. Eran balaceras que se formaban a las 6 – 7 de la noche y a las 7 de la mañana estaban explotando, tirando de allá para acá, no había sueños tranquilos.

Entendí que la guerra no podía llenarme de miedo, sino que tenía que darme mucha fuerza para salir adelante, pero no sola, porque el ideal del ser humano no es yo, sino somos. Lo que sí me hace feliz es que mis estudiantes, los de la época de la guerra, con los que compartía y no quise abandonar, con los que se logró construir a San Carlos, son muchachos buenos, trabajadores, hoy son padres de familia, han logrado salir adelante, siempre cuento con un abrazo y una sonrisa de ellos, ahí es cuando digo que valió la pena.

César Augusto López Ciro

Comunicador Social y Periodista en formación. Apasionado por la radio, la televisión, el buen periodismo escrito y una buena taza de café acompañada de un buen libro. Recorrer las calles es mi fuente de inspiración para escribir.

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