Hace exactamente 30 años, Ediciones Hölderlin, una de las tantas iniciativas culturales lideradas por Gustavo Zuluaga, El Hamaquero, editó la muestra de poetas suicidas Cerrar la Puerta, seleccionada y prologada por el vate Juan Manuel Roca. El libro se convirtió en una referencia de culto entre los febriles lectores de poesía en Colombia, y su posesión, en un preciado botín libresco. Para celebrar su reciente reimpresión, revivimos esta reseña escrita por el novelista Fabio Martínez en el año 1993.
“¡Tener que acostumbrarse a que el vivo es el muerto!»
Rogelio Echavarría
Los poetas, por su alto grado de sensibilidad, son los que mejor abrigan en sus vidas y en sus obras las crisis del mundo. Son una especie de videntes que, para fortuna o infortunio del mundo, anuncian las miserias y tribulaciones humanas. Así, por ejemplo, la vida de Dostoyevski (fue prisionero en Siberia, jugador y enfermo epiléptico) y, sobre todo, su obra, ¿No es acaso expresión profunda de las sicopatologías de una sociedad autoritaria y atrasada como era la sociedad zarista en la que vivió? El suicidio del poeta Maiacovski en 1930, ¿No es acaso el desenlace fatal (donde el poeta fue el sacrificado), del período nefasto que apenas comenzaba del régimen estalinista en la recientemente desaparecida Unión Soviética? La obra reflexiva y fragmentaria de Walter Benjamin y su destino final en la frontera franco-española, ¿No se convierte en símbolo de inmolación de una época terrible como fue el ascenso del fascismo en Europa y, que hoy, infortunadamente, pretende reaparecer en sus formas más grotescas?
Pues bien. Toda esta introducción se ha hecho necesaria, pues acaba de aparecer en Colombia un libro inquietante, que por tratarse de poesía, podría pasar inadvertido (ustedes saben, en Colombia hay tantos poetas como desempleados), pero la verdad es que es un libro que detrás de su belleza y exquisitez nos deja en el asombro, aparte de provocarnos una serie de interrogantes, que en medio del pequeño infierno de fin de siecle en el que vivimos, como diría Baudrillard, aún están en la pira del juego. Se trata de la antología de poetas suicidas, de Juan Manuel Roca, uno de los poetas más vitales de las últimas generaciones.1
La antología de Roca abarca un largo período de ciento veinte años, que va desde el suicidio de Gerard de Nerval en 1865 («Hoy no me esperes porque la noche será blanca y negra’), hasta el auto-sacrificio de la poetisa brasileña Ana Cristina César («Me calzo decidida donde los gatos fingen que me aman»), producido en 1983. Es decir, abarca todo un ciclo, por no hablar de un círculo doloroso y tenaz, que se abre con el período finisecular del siglo XIX, y se cierra con el período finisecular del XX, que aún está por definirse.
Esta coincidencia histórica en la antología de Roca, donde los dos períodos finiseculares se tocan por la cola, no es fortuita. Otros autores han coincidido en el hecho de que lejos de que estemos viviendo un período nunca antes vivido, como lo aseguran los nuevos Mesías del Apocalipsis, los fines de siglo, que traen consigo un espíritu de desazón e incertidumbre, casi siempre coinciden en sus rasgos y tendencias fundamentales. (Creo que, en el año 2025, que es el año donde realmente empezará el siglo XXI -de 1993 en adelante serán años de crisis, desplazamientos y depresiones-, podremos confirmar que no estábamos descubriendo nada nuevo, porque sencillamente, ya todo estaba descubierto).
Así se vislumbra en la obra de Jean Baudrillard, el filósofo más contundente de esta última década, y en las tesis de Elaine Showalter. En el libro Sexual Anarchy, Gender and culture at the finde siecle2, de esta última autora, vemos cómo a través de un estudio de las tendencias literarias y culturales de los dos períodos finiseculares, existen una serie de rasgos que se repiten una y otra vez, como una sola constante, y que tal vez, los desesperados y arribistas de la cultura, nunca van a lograr entender.
Showalter plantea cómo la proliferación de los desamparados en las grandes urbes (ver las novelas de Charles Dickens que retratan los finales del siglo XIX, y las novelas de Norman Mailer y relatos de Bukovski para el siglo XX); los períodos de anarquía sexual que traen consigo las epidemias sexuales (en el siglo XIX la enfermedad generalizada fue la sífilis, en el siglo XX el sida); los períodos de ambivalencia y confusión sexual (ayer fue Oscar Wilde, hoy es Michael Jackson); la proliferación de productos sicotrópicos que sirven como fórmula de evasión y escape (ayer fueron el láudano y la absenta, hoy la cocaína y el basuco); las épocas de retractación y conservadurismo ideológicos que resultan después de períodos locos (ayer fue la época Victoriana, hoy es el Neo-liberalismo con sus yupies formalitos, y los neonazis Cabezarrapadas); las amenazas continuas de guerra, y la desilusión, son algunos síntomas que se repiten una y otra vez, con sus propios códigos y leyes. A este oscuro panorama, en Colombia se suma el problema del narcotráfico, aquel trhiller negro y perverso, en el que los directores de cine norteamericano ya tienen puestas sus cámaras.
La antología de Roca parte de Gerard de Nerval, el último representante del romanticismo en Europa («Yo soy el tenebroso -el viudo- sin consuelo»), que amaneció colgado entre el cielo y la tierra, en la antigua calle de la Vieille Lanterné de París. Luego, continúa su doloroso periplo con José Asunción Silva, el último representante del romanticismo en América («Una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de alas y que, al no poder conciliar el amor con los negocios, se pegó un tiro en el corazón, en la fría Bogotá, de 1896. Mario De Sa Carneiro («Cuando yo muera que batan alas, / que a dar saltos y piruetas empiecen”), que, junto a Pessoa, fue el animador de la escuela modernista en Portugal, y murió en París, en 1916, ayudado con una dosis de estricnina. Arthur Cravan, precursor del dadaísmo y marinero en los bares de París, («yo era grande, ¡querido Missíssipi.lv), que murió ahogado en el Golfo de México, hacia 1919. Georg Trakl, el atormentado de Salzsburgo, (“Ciertamente amaba el sol, que purpúreo bajaba la colina»), que después de prestar el servicio militar en la mera Guerra, como soldado farmaceuta, acabó su vida con una sobredosis de cocaína. Paul Celan («Cavamos una tumba en los aires, allí no hay estrechez”), que se ahogó en las aguas del Sena. René Crevel («Globos de esperanza, estrellas de locura, zarzas de odio…»), uno de los más destacados animadores del movimiento surrealista, quien murió en París a la edad de treinta y cinco años. Dylan Thomas («Una extraña ha venido a compartir mi cuarto en esta casa que anda mal de la cabeza”), que murió a los treinta y nueve años en la ciudad de Nueva York, al ingerir 18 tragos de whisky Glenfendish seguidos. Carlos Obregón («Hondamente resuena la soledad del valle poblada por las aves en su vuelo errabundo»), un poeta bogotano que sigue en el limbo, y murió a los treinta y tres años ayudado por una dosis de barbitúricos, como nuestro lastimado escritor, Andrés Caicedo. José María Arguedas («Dicen que ya no sabemos nada, que somos el atraso/ que nos han de cambiar la cabeza por otra mejor…»), que en 1969 se pegó un tiro en un aula de la universidad, por problemas de identidad cultural. Luis Hernández («Mi país es letreros de cine: gladiadores, la Farmacia de turno y tonsurados«), el poeta peruano que como Attila Jozsef, se tiró a las ruedas de un tren en movimiento, en Buenos Aires, en 1977. Alexandra Pizarnik (»La que murió de su vestido azul está cantando’), que se cortó la vida en 1972. Y Ana Cristina César, que murió en 1983.
Como podemos apreciar, por la antología de Roca pasa todo un panteón de jóvenes ilustres y demenciales, que constituyen la historia de la sensibilidad del mundo. Una historia dura y cruel, como son las cosas que de verdad importan en la vida, y que aún está por resolverse. En el crepúsculo del siglo XIX, los románticos se suicidaban pendiéndose de una cuerda que colgaba entre el cielo y la tierra; después, la muerte fue menos metafórica. Unos se descerrajaron un tiro en la sien, otros se lanzaron a los rieles de un tren, y los más inofensivos se ahogaron en el alcohol y las drogas. Estas fueron las enfermedades suicidas hasta 1983, consignadas en aquella opus nigrum, realizada por el poeta colombiano.
De 1983 al año 2025, se abre un nuevo ciclo, quizás más incierto y de consecuencias aún no calculadas, por los efectos del sida, y que ya empieza a dejar una lista de víctimas como Severo Sarduy, Reynaldo Arenas, Lorenzo Jaramillo, y el poeta etéreo del baloncesto, “Magic” Johnson. ¿Qué podemos hacer para evitar el infierno o, por lo menos, hacerlo menos doloroso? Dejemos que sea Jean Baudrillard quien nos dé un punto de apoyo, para que, en caso de sobrevivir a este final de siglo oscuro, perverso y fanático, podamos por lo menos, comprenderlo.
«¿No podríamos, a la vista de todo eso, ahorrarnos este final de siglo? Propongo que se supriman de antemano los años noventa y que pasemos directamente del 89 al 2000. Pues estando ya ahí este final de siglo, con todo su pathos necrocultural, sus lamentaciones, sus conmemoraciones, sus interminables museificaciones, ¿Todavía tenemos que aburrirnos diez años más en el mismo infierno?» (Pág. 102).3
Todas las columnas del autor en este enlace: https://alponiente.com/author/fmartinez/
NOTAS
- Cerrar la puerta. Muestra de poetas suicidas.Juan Manuel Roca. Ediciones Hölderlin, Medellín, Colombia, 1993.
- Sexual anarchy. Gender and cultures at the fin de siecle. Elaine Showalter. Pengüin books. New York. U.S.A. 1990.
- La transparencia del mal Ensayo sobre los fenómenos extremos.Jean Baudrillard. Anagrama. Barcelona, España, 1991.
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