«Esos perfumados locutores, en esas atractivas vallas, con solo sonreír la sonrisa de los pagados y con acompañar la edición de su propaganda con una palabra, lo tienen todo..»
Enrique es un hombre mayor nacido en el Suroeste Antioqueño y afincado en una vereda del Valle de Aburrá. Tiene los elementos necesarios para declararse hecho: casa, mujer, hijos grandes, nieto, apartamentos arrendados y ¿pensión? Lo de la pensión se me escapa: salió de la empresa, o lo sacaron —tampoco lo sé—, y se dedicó a construir esa vereda, un caserío dentro de la vereda, en el Valle. Los fines de semana se mete la camisa por dentro, aplastando la prominencia de su barriga, y toma con moderación.
Sigamos con su esposa: Yake trabaja, cuando resulta, cogiéndole dedos a pantalones o poniéndole cremalleras a chaquetas, además de otros remiendos y lotes ocasionales. Ella se involucra en las actividades de la Junta y es de las que se refieren a sus vecinos con la designación de comunidad: Información para los vecinos de la comunidad: tatatá-tatatá, esto y lo otro, esto y aquello; así quedamos; feliz día.
(No daré más señas para no perderme sus saludos: cambiar los nombres de poco sirve si se les detalla en sus acciones).
Para nadie es novedoso que la publicidad se empieza a desaguar en la campaña de los políticos: se los ve reemplazando unas salchichas, unos perfumes y unas ofertas laborales dudosas. Y las camionetas se pegan la voladita —y soportan las trochas y las calles sin salida— a los sitios retirados del centro de las ciudades con los mesías aun sacándose los pedazos de carne del almuerzo atorados entre los dientes con la succión y con la lengua, porque no les dio tiempo de cepillarse: la agenda es tan apretada como sus barrigas bajo la correa. Ellos se bajan entre la multitud, chupando menta o mascando chicle, y dan sus discursos pegaditos al secretario y a su libreta con dibujitos de monos saltando; y se montan a las camionetas para emprender nuevos rumbos de colonización: por todo lado hay quien desee que lo engañen.
Esos perfumados locutores, en esas atractivas vallas, con solo sonreír la sonrisa de los pagados y con acompañar la edición de su propaganda con una palabra, lo tienen todo: a la orilla de la Autopista Sur, antes o después de la sede secundaria del tránsito de Itagüí, una valla con la cara de un político ofreciéndose para alcalde se acompaña de un simple recurso, blanco en medio del fondo azul, que dice movilidad. Así se simple: una cara y una palabra son suficiente ofrecimiento. Y se me dirá: Pero ¿cómo va a llenar eso con las propuestas y los planes que ofrece? Y responderé: Pero ¿qué ofrece diciendo movilidad y sonriendo eternamente?
Los de la camioneta y los del equipo de campaña —que administran los recorridos de los jóvenes con planillas, camisas y cachuchas reproduciendo el logo del partido y el número del candidato— se mueven por donde no se movían en tiempos de caza, y reclutan a los líderes que, por una mención o unos aplausos, o por no tener criterio de objeción, se dejan engatusar y se inscriben al equipo del doctor.
Kate se inscribió al equipo de uno cuyo nombre Enrique no descubre. Enrique lo señala, imitando a un abogado acomodándose la corbata y peinándose con una peinilla, como ¡Los importantes! ¡Los de las camionetas! Son ellos los que absorben abandonados prosélitos cuya labor recompensarán con palancas en la alcaldía y en sus dependencias. Y no se trata aquí de libre decisión de la mujer porque en las maquinaciones de los que aspiran al —y el— poder nadie es libre de apartarse de su postura: quienes se apartan lo descobalan: quienes lo abandonan se lo pierden. A la esposa de Enrique le embuten reuniones y el nombre de su excelencia cual si fuese la totalidad de las preocupaciones humanas, el resumen de la historia y la aglomeración de los intereses cósmicos… cuando es apenas un boquisucio con problemas de digestión y noches de no encontrarse en la cama.
Así son las cosas en el techo de Enrique por estos días. En semana madruga a pegar adobes o a echar planchas y los fines de semana se está pasando con el trago. Y Kate se empapa de la filosofía del partido, activando saberes previos de experiencias anteriores o renovando esos saberes pedaleando su máquina de coser. Aunque ya ni la toca. Ya ni lo toca.
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