Los imaginarios de la feminidad y el azúcar de la sororidad

Ph: John Olson

Me resulta contradictorio el último Challenge en Instagram sobre feminismo y sororidad. Asumir que necesitamos parar con las fuertes críticas entre nosotras, es otorgarle absoluta credibilidad a esa vieja y machista creencia, de que no hay peor enemiga de una mujer que otra mujer.  Aunque la creencia que más me duele es esta otra: los hombres son mejores amigos que las mujeres.

Siempre, en los momentos más difíciles de mi vida, ha estado una amiga. Mis amigas lo han dejado todo en la cancha, me han escuchado por horas sin juzgarme, me han hecho sentir suficiente y nunca se han rendido conmigo. Juntas, siempre hemos encontrado una perspectiva amigable de ver y enfrentar las cosas de la vida: los problemas, el país, las metas, los fuckboys, la gente jodida y los trabajos de mierda.

Me cuesta entender la fama de arpías que se nos ha achacado. ¿Por qué reducen la competitividad a un asunto netamente femenino? ¿Por qué una mujer no puede mostrarse ambiciosa? ¿Por qué la envidia sólo es notable en las mujeres y no en los hombres? La competitividad, la envidia, la ambición, incluso la falta de sutilidad para tirar comentarios, son características globales, propias de la raza humana. Los hombres también compiten y sienten envidia por sus pares, incluso pasan por encima de compañeros y amigos. La competitividad no es un asunto netamente femenino, es humano y natural en ambientes controlados como la academia y el trabajo. ¿Por qué la ambición es algo tan condenado en las mujeres? ¿Acaso hay un ser humano que se libre del placer que genera el poder? Todas esas cositas de mierda que nos achacan y que nos ponen como las peores enemigas de otras, no son ciertas: son características relativas, globales y humanas.

No obstante, entre mujeres, sí hay un punto en donde se evidencia una apatía sutil y cómoda hacia las demás, y muchas lo hemos vivido en carne propia, me refiero a la necesidad de extender el sentimiento de vergüenza entre otras por ser “defectuosas”, o, no aptas. No hay algo más violento para una mujer, que el imaginario de otra mujer sobre lo que debe ser la experiencia de la feminidad.

No es fácil lidiar con los imaginarios de las demás sobre lo qué es ser mujer. Olvídenlo, es imposible, pues en últimas, es lidiar con sentimientos engendrados de culpa, crianzas, miedos, pudores, taras y velos. No podemos con todas. La sororidad sirve para endulzar esa amargura que generan las brechas y la diversidad de experiencias.

Pasa igual con el feminismo, si bien no hay una forma única de ejercerlo, el empeño por creer que el feminismo es una corriente perfecta, uniforme y accesible, lo convierte en un escenario contradictorio. Constantemente necesitamos validar un discurso propio y acomodado, lo cual no me parece absurdo ni malo, hasta me parece natural, el problema es cuando lo imponemos sobre otras, buscando disminuir los otros discursos, las otras pieles, las otras experiencias. Aquí es importante recordar la frase de Pía Mancini: «Soy feminista, pero no el estereotipo que se formó en tu mente cuando lo dije».

Hay niveles de violencia entre nosotras, que se ejercen a través de imaginarios sobre lo que debe ser la maternidad, la familia, la sexualidad, la figura de la mujer intelectual y las relaciones de pareja. A mí parecer, son guerras que vivimos en silencio, pero, aunque no haya ruido, no deja de ser violento reducir a las demás a nuestros zapatos y experiencias.

Muchas de estas expresiones salen a la luz en silencio, por supuesto, casi nunca se gritan directamente, como, por ejemplo, la condena social por una experiencia maternal menos abnegada, o, la gordofobia. Me sigue pareciendo violento opinar por opinar sobre los cuerpos de los demás, imponiendo el mismo canon de belleza para todas las razas, para todos los metabolismos, contexturas, culturas y estados emocionales. Esa inevitable necesidad de condenar a las demás por su apariencia, no es otra cosa que miedo por vivir acorraladas dentro de un discurso de belleza cómodo en el que encajan.

Estoy segura de que la sororidad es la que nos ha ayudado a respirar profundamente, antes de responderle mal a las que atacan a otras mujeres por el cuerpo, la forma de vestir o la forma de ejercer la maternidad, así como a tranquilizarnos y no mandar a la mierda a quienes minimizan a otras mujeres, por operarse, ser vanidosas o mostrar su cuerpo en redes. Sin embargo, la sororidad no es una invitación a la uniformidad, a la ausencia de criterio, a la condescendencia. La sororidad es lo que nos permite entender y aceptar la diversidad entre nosotras, y, por otro lado, es el muro de las guerras silenciosas: la contención de desaprender y desarticular entre nosotras, antiguas e irreales creencias, como las mencionadas en el principio de esta columna, en donde se evidencia que la sociedad necesita mostrarnos como enemigas entre nosotras, en un mundo que, en general, no acaba de entender que la empatía es el principio de muchas respuestas.

Ingrid Martinez Reyes

Abogada con especial interés en Derecho Informático. Columnista en constante transformación. Melómana y escritora en tiempos revueltos.

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