Los días azules, de Fernado Vallejo

He vuelto a leer a Vallejo. Mi relación con él es como la relación que él tiene con Medellín y su mamá, doña Lía. La odia y la necesita. Eso me pasa con Vallejo. Me cansan sus peroratas y sus insultos. Me cansa su odio a lo humano y su obsesión desenfrenada y casi narcisista de pensar la literatura a partir de su vida, su visión del poder, sus odios y los actos de venganza contra sus contradictores. Sin embargo, volví a leer y disfrutar Los días azules. Y esta vez he podido recuperar, dentro de su prosa impecable y despiadada unas frases con las que se teje un relato de lo que es la vida en una ciudad que se odia pero de la que no puede desprenderse porque la lleva en la sangre. Porque la vida son personas y gran parte de esas personas están en Medellín. Entre la casa de Perú y Santa Anita en Envigado. El pensador que hay detrás de Los días azules dijo esto:

 

“Los percusionistas y los héroes somos así. Tercos, irrevocables, porfiados. Qué le vamos a hacer, nos viene de familia. Mi abuelo, sin ir más lejos, era famoso en su pueblo Santo Domingo, porque logró lo que nadie: hizo mover una mula.”

“Al comedor se lo tragó de un bocazo, y por el segundo corredor pasó al segundo patio, rumbo a la cocina. ¿Y ustedes? Nosotros sobreaguando, náufragos agarrados a las tablas de las camas. A la concina llegó a apagarle al fogón la candela, y a husmearlo todo, como vecina entrometida y maleducada, a destapar las ollas para ver qué comíamos. –Ajáaa, fríjoles con tocino… ¡Qué bien! Huele bien.”

“Cansado de hacer estragos con en el carro se dedicó a Santa Anita. –Esta finca, dijo, necesita una mano. Y empezó a fabular con albercas de las Mil y una noches, con una piscina. Pensando, buscando, encontró una mina: de piedras como pelotas, redondas, oblongas: las que necesita para la piscina. ¡Qué bien, se iba a economizar las piedras y el acarreo! Las había por todas partes en la finca, enterradas: cuestión de encargarle a un peón que se las sacara. Se empezó a reunir pues las piedras redondas, oblongas, y a abrir el hueco para la alberca persa. Pero cosa rara, como de Mandinga, el hueco se llenaba de agua, solo, en las noches. ¿Qué podría ser? Fue entonces cuando papi descubrió la catástrofe: las piedras redondas, oblongas, que se hallaban enterradas por doquier, eran los filtros de la finca, los que canalizaba las mil aguas subterráneas que venían de lo alto de la montaña No estaban donde estaban por capricho de la naturaleza, sino por diligencia del anterior dueño de santa Anita.”

“Mi Rey desistió de hacerla arrancar en pendiente. –Simplemente doña Lía, no se meta por ninguna subida. Vaya siempre en plano o en bajada. Saludable consejo en una ciudad de montaña. Un mes después, Lía presentaba su examen para recibir la patente, la falda de Buenos Aires que está cerca a la Dirección de Tránsito. Las cinco criaturas fuimos con ella, a darle apoyo moral e indicaciones. El perito examinador sudaba su terror a chorros. Regresamos a la Dirección de Tránsito con él manejando: – Verá usted, doctor – le dijo a papi, que era un jefe político importante- su señora no sabe manejar, pero si quiere usted que yo le dé licencia se la doy, para que maneje carro y avión.”

“Ese río Magdalena de mi recuerdo es caudaloso, turbio, siniestro: tiene color de agua terrosa, sucia, como alma en pecado mortal. Dicen que el marido de Toñita, la hermana de mi abuela, en él se ahogó. Una noche cayó al agua de un planchón, borracho, al cruzarlo. Pero era tanta la borrachera que ni cuenta se dio. Así quiero morir yo: de muerte piadosa, sin saber.”

“Entonces descubrí la mala índole de mis paisanos, haraganes que quieren disfrutar del bien ajeno pero nunca trabajar. Quieren finca Santa Anita pero no la cuidan, quieren naranjas pero no las siembran, quieren piscina pero no la cavan, quieren televisor pero no lo compran. El pueblo es así.”

“Con la imaginación de mi abuela, la televisión colombiana no podía competir. Ahora entiendo bien, con el correr de los años, al recordar a la abuela y sus radionovelas, que el hombre ha perdido la capacidad de imaginar, como ha perdido la capacidad de sumar: necesita ver, tanto como de una calculadora. Mi abuela tenía razón: la televisión es un retroceso, una solemne idiotez.”

“Lía impuso, en el acto, una piadosa cortina de silencio en torno al nombre de Rosalba. Si alguien la mencionaba, al punto cambiaba el tema. Estaba haciendo sus aprendizajes para lo que vendría luego, cuando nos empezamos a morir sus hijos y el resto de la familia. Ni una sola queja, ni una sola lágrima. Con dulce serenidad asumía todo el dolor y las jodas del velorio y del entierro, y durante ambos repetía: para qué voy a llorar, si me duele la cabeza. Tal su política. Vivo que se murió, se va al ataúd y al olvido.”

“Mi vida ha sido siempre una repetida historia: me la paso liberándome de mitos, de gentes y de cosas: ahora me libero de mí mismo.”

“Sin una flor, sin muchos rezos, sin una lágrima. Así es mejor. Elenita no me quiso, yo lo sé: yo la quise infinitamente a ella. Para mí el amor se basta solo.”

John Fernando Restrepo Tamayo

Abogado y politólogo. Magíster en filosofía y Doctor en derecho.
Profesor de derecho constitucional en la Universidad del Valle.

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