Ésta es la melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y es bondad y es serenidad y es pasión.
Así se expresa el segundo párrafo que figura en el discurso ¡Libros, libros! (Medio pan y un libro), de Federico García Lorca, dado en la inauguración de la biblioteca de Fuente Vaqueros (Granada) en septiembre de 1931. Justo en septiembre.
Es septiembre también hoy. En Medellín, muy lejos del atlántico, y del mediterráneo al que le canta Joan Manuel Serrat con tanto golpe de palabra dicha, de palabra que se vuelve escupa y perla, que salta al mundo como hecha de arena, se vive por estos días la Fiesta del Libro y la Cultura. Este evento sucede cada año, y por esta época, en la zona norte de la ciudad. En estas calles de la zona norte que, entre más al norte se encuentran, están semidestruidas, a deshacer, medio encaminadas a la caída por la hostilidad que apuñala al caminante.
Para mí es inevitable no pensar, al leer a Lorca, en este norte Medellinense. Lorca arranca el discurso con un párrafo sobre la melancolía y la nostalgia que le producen a algunas personas disfrutar de una fiesta (del teatro o de un concierto) sin la compañía de sus queridos; la atenta melancolía de no poder compartir la alegría o de amaguñarla con la falta de los amados. Usa, en realidad, ese primer párrafo como puente o lisadero (más bien lisadero) para decirnos con voz clara que lo que lo asiste a él es la tristeza de saber del gozo vedado, que es la belleza y sus bondades, intensas o calmas, para unos.
Yo leo a Lorca y pienso en el norte. A mí me colma la dicha de que este evento, que tantos afectos y sabores me genera, se realice en la zona norte de la ciudad, pero esa dicha no es tan larga ni tan honda como para ser completa. No es mentira para nadie, ni verdad ajena a muchos, que la desigualdad que convive todos los días con nosotros manifiesta sus daños particulares en esta zona de la ciudad, y en las zonas periféricas. Todos los días camino por estas calles rotas, llenas de comercios, suciedad y personas en la calle, y no evito sentir la falta que hace mirarnos a la cara, los del norte y los del sur (por simplificar el asunto), no en el ardor de la belleza “entregada” por Fiesta del Libro, sino también en la fiera mueca herida con la que una persona podría encontrarse cada día en la zona norte. Pero no escribo estas palabras solo porque me sea necesario usar mi voz letrada para señalar lo que para muchos es evidente. Escribo esto porque pienso en el destello de mundo enriquecido que es Fiesta del Libro para quienes la tienen viviendo en su comuna casi diez días, tan cerca tan cerca y con una distancia consistente que se reafirma si no están dados los recursos económicos para aprovecharla.
Todo esto para señalar una vez más lo obvio. Lo obvio necesita que se le mire, que se le señale, para eso está ahí. Un evento tan maravilloso como el que me convoca necesita de una ciudadanía que pueda disponer de sus recursos para su consumo cultural, y ojalá que, además de la coyuntura del evento, las familias de Medellín puedan gozar en su canasta de “medio pan y un libro”. Porque en estas palabras pido y digo que son los recursos materiales y económicos los que fortalecen ese brazo ejecutor de los sueños, los anhelos y la belleza. Pero bueno, Lorca diría (porque ya lo dijo) “Yo ataco desde aquí violentamente a quienes hablan de las reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos”; y yo le doy la razón.
Pienso en la crítica que hacen algunas personas a esos habitantes de los hogares pobres que se compran un bafle a todo motor, y no un mercado completo o una puerta decente pa’ la casa, porque ellos, los del bafle bulloso y terrible, también son Lorca cuando dice “[pido] medio pan y un libro”. A ellos, que ya se les ha privado desde nacimiento de la circunstancia basal de poder crecer bien alimentados y sin el vértigo de la inseguridad económica, nadie podría llegar a decirles que renuncien al placer estético de su estruendo.
No es este el espacio para defender el ruido, personalmente disfruto el silencio de mi cuadra que, en medio de un barrio popular con los decibeles más contaminantes que presenta la ciudad, permanece silenciosa y es como un oasis. Quiero entonces no dejar pasar estas ideas. Yo le doy la razón a Lorca porque entiendo que en su demanda hay una noción más completa de la vida humana y de la necesidad. Entiendo en las palabras que leo, que la belleza que se goza, por el acceso a la cultura y a un artefacto como el libro, compone un bienestar espiritual que equivale al amor. Y ese “amor”, que aquí se nombra palabra mejor para “libro”, traduce al discurso “voluntad de saber”, necesidad y ansia de saber, de responder la mujer y el hombre a su humanidad, de la cual no puede abnegar y la cual le es negada por las forzosas circunstancias materiales en las que a veces nace, que son castrantes para el crecimiento del animal cultural.
¡Libros, libros! Sé que para muchos suena ingenuo, superficial y repetitivo, ya es un cliché reconocido asumir que hay en los libros una fórmula para la salvación de la cultura. Pese a esto, a la obviedad de la petición, y frente a lo manoseado de la idea de que “hay algo en la lectura que nos puede salvar”, quiero cerrar con las palabras de Lorca, porque creo que hay un llamado práctico y aterrizado al hacer esta solicitud de este supremo bien. Dice Lorca que “[…] pedía libros, es decir, horizontes, es decir escaleras para subir la cumbre del espíritu y el corazón.” Pedía libros, es decir, y añado con coraje, que pedía esperanzas, pedía puertas, pedía un mundo para ser y acontecer en la belleza.
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