Llevo 46 días de aislamiento desde que se prendieron las alarmas, y con ellas las angustias, y el mundo como lo conocíamos se detuvo. O bueno, eso dicen los lugares comunes, que el mundo se detuvo, que se paralizó, que dejó de andar.
Pero tal vez no se detuvo, digamos más bien que cambió de ritmo, se perturbó. Se lentificó afuera, en las calles, y se aceleró adentro, en el hogar. Y me refiero al hogar que llamamos casa, pero también al que llamamos cuerpo. Mientras que en las calles – algunas, las que alcanzo a ver, por lo menos – disminuyó la excitación y el movimiento, acá adentro – en esta casa y en este cuerpo – tal vez nunca había habitado tanta agitación. Ahora, más que nunca, enciendo luces, lavo platos, limpio pisos y paredes. Y también ahora, más que nunca, pienso en la fragilidad – en la propia y la de los cercanos – en la muerte, en el trabajo, en la economía, en el futuro, en lo incierto. Y pienso no solo con ideas y representaciones en la mente, sino también con palpitaciones, hambre, alergias, migrañas, caminatas breves del estudio a la sala, y retornos eternos de la sala a la habitación. Pienso con el cuerpo, como estoy acostumbrado a hacerlo, aunque ahora con una mayor intensidad.
Ahora trabajo en casa y paso los días moviéndome de rectángulo en rectángulo: me deslizo, casi sin pensarlo, del computador a la ventana, al televisor, al celular, a los libros. Y a pesar de esta quietud, de esta tensa calma – o tal vez precisamente a causa de ella – comienzo a sentir que me incomoda el encierro. Lo que empecé llamando aislamiento, se presenta ahora como lo que es, encierro.
¿Por qué incomoda un encierro?, ¿qué es lo que duele del acto de encerrarse?
La palabra “encierro” en su etimología procede del prefijo «en», dentro de, y del verbo activo transitivo «cerrar» del latín popular «serrare». En este caso, debemos cerrarnos dentro de la casa, nuestra propia casa. En muchos casos, la casa es el lugar más propio e íntimo, el pedazo de tierra donde cada uno se hace a un sitio. No cualquier edificación que proteja del frío y los peligros del mundo es una casa. La casa es el espacio habitado, signado por cada uno. Es trinchera y resguardo.
Y, sin embargo, duele estar aislado allí permanentemente …
Josep María Esquirol tiene un libro muy bello, titulado La resistencia íntima. Allí dice que la casa es el espacio que cada uno ubica en el centro de su existencia, y al cual se acude para salvarse de la inmensidad del afuera, de la voracidad del mundo. Dentro de la casa, existe la posibilidad de construir un hogar: el centro que calienta, un centro no geométrico sino existencial, el punto que reúne y orienta.
Algunos logramos, no con poco esfuerzo, hacer de nuestra casa y nuestro cuerpo un hogar. Aunque a veces ambos incomoden, inquieten y sorprendan con grietas, humedades o imperfecciones por las que se filtra el ruido, el frio o el sufrimiento. Logramos hacer algo con esas imperfecciones, las cubrimos, las arreglamos o las ignoramos, y nos concentramos en el centro que nos sostiene.
Y, sin embargo, molesta estar confinado en dicho centro …
Pero es que la casa no es un espacio de infinito asentamiento, sino un sitio de permanente retorno. En la casa no se está, a la casa se vuelve, y se suele volver a casa cada día. La casa, el hogar, el cuerpo – la conciencia del cuerpo – parecen ser los puntos a los que se acude para detener la continuidad del mundo. Vivimos con otros y pagamos un precio por ello. Necesitamos y disfrutamos salir, pero ese irse del centro que protege, agota, cansa, desgasta, hiere. Nos vamos para volver y una vez estamos lejos, anhelamos el regreso. Ahí permanecemos, en la distancia que se produce entre el ir y el venir, en la discontinuidad de nuestros mundos.
Por eso el descanso en la sala, la comodidad del sofá, la quietud de un domingo, la novedad del aire de cierta ventana, son valiosos sucesos que tienen peso por su carácter de ruptura, de acontecimiento. La cama no parece tan placentera cuando se te presenta como imposición, como figura permanente. Hay que anhelar llegar a ella, desear volver a la casa para encontrarla como sorpresa, como salvación.
Y cuando al hogar no se vuelve, cuando de él no se sale, cuando nuestro cuerpo no se pierde en el permanente movimiento, nos vamos dando cuenta de algo, sin saberlo. Que la “propia casa” no es material, que lo más íntimo nos persigue. El encierro nos enfrenta a lo más desconocido e íntimo de cada uno. Nos obliga a permanecer con la continuidad de nosotros mismos. Y eso, la imposición de la continuidad de lo que somos, nos va mostrando que todas las casas y todos los cuerpos son precarios puesto que son de este mundo.
Algunos se entienden bien con lo que se encuentran y no hay mucho que se cuestionen al respecto, otros buscan mil maneras de generar la discontinuidad en el encierro y desentenderse de sí mismos: asisten a charlas virtuales, entrenamientos online, fiestas sincrónicas; introducen el desorden del mundo al centro de su existencia, para evitar encontrarse, por fin, consigo mismos.
¿Yo? Escribo esto para hacer más tolerable la continuidad de lo que soy, para hacer algo con mi propio aislamiento, para agujerear un poco mi encierro.