Los valores fundamentales del liberalismo clásico – la libertad como valor supremo, la responsabilidad individual y el gobierno limitado- son tan obvios y sencillos que resulta sorprendente que caigan en el olvido y que sea necesario recordarlos periódicamente y limpiar los establos de Augias de leyes y decretos donde han sido sepultados.
El olvido del liberalismo clásico no se produjo de un momento a otro, ni la renuncia a sus valores fundantes se hizo de forma consciente y deliberada. De hecho, cuando los políticos de todos los países y las masas que los apoyaban impulsaban la legislación liberticida, en la mayoría de los casos creían estar velando por la creación o preservación de algún bien público.
El crecimiento de los “bienes meritorios” encomendados al gobierno, de las “fallas de mercado” que debían ser corregidas, de las “injusticias sociales” que debían ser remediadas, de los “impactos ambientales” que debían ser mitigados, en fín, de los riesgos y amenazas que hay que evitarles a los ciudadanos infantilizados; todo eso hacía crecer cada vez más el tamaño del gobierno al tiempo que los individuos renunciaban a su libertad de elegir y declinaban la responsabilidad de sus elecciones.
Las dos guerras mundiales y la crisis de los años 30 fueron catalizadores de intervencionismo estatal pues acabaron con el patrón oro y legitimaron el déficit fiscal. La idea keynesiana de una demanda agregada insuficiente, que debía ser complementada por el gasto del gobierno, era música celestial para los políticos de todos los países. El proteccionismo de la Cepal, en América Latina, dio al intervencionismo un fundamento adicional, muy bien recibido por los empresarios de la industria naciente.
Aterrado por el crecimiento del tamaño de los gobiernos democráticos y el avance de las ideas socialistas en los países de Occidente, en 1947, Hayek fundó, con 36 intelectuales más, la Sociedad Mont Pelerin, con el objeto de defender, preservar y difundir el pensamiento liberal. Aunque esto tuvo impactos en el mundo académico, en el terreno de la política económica el estatismo y el keynesianismo siguieron dominando hasta los años 70, cuando la inflación y la ineficiencia gubernamental pusieron en evidencia sus límites.
Con Margaret Thatcher y Ronald Reagan el liberalismo clásico tuvo en los años 80 del siglo XX una nueva y exitosa oportunidad sobre la tierra, afectando de forma duradera la política económica de las democracias occidentales e influenciando, incluso, las ideas de laboristas, socialistas y socialdemócratas que se hicieron más respetuosos del mercado y la libertad. La ortodoxia monetaria, el balance fiscal y el libre comercio volvieron a ser respetables; disminuyó el tamaño de los gobiernos y se desacralizó el asistencialismo.
Mientras esas transformaciones se estaban dando en el mundo, la sociedad colombiana se encontraba sumida en una durísima lucha con los narcotraficantes y las guerrillas que también se lucraban del negocio. No obstante, el gobierno de Barco Vargas dio un decisivo paso hacia la libertad comercial acabando con el control de cambios. El gobierno de Gaviria avanzaría aún más abriendo la economía y adelantando reformas a la seguridad social, al sistema financiero, al régimen de inversión extranjera, a los servicios públicos domiciliarios y al régimen laboral. Reformas similares se adelantaron en otros países de América Latina y a eso se le dio el nombre de “neoliberalismo”.
Las reformas neoliberales impulsaron el desarrollo del mercado de capitales, facilitaron la inversión extranjera y permitieron la internacionalización del empresariado colombiano. No obstante, el proceso reformista se detuvo y el colectivismo antiliberal empezó a ganar terreno en Colombia y en toda América Latina, desde finales de los años 90, especialmente a partir del ascenso de Hugo Chávez al poder en Venezuela.
Bajo el ropaje de la lucha contra la pobreza y la desigualdad y en pro de una quimérica “justicia social” el discurso antiliberal fue progresando a lo largo de los años, frente a un establecimiento político y económico confundido que solo atinaba a responder tratando de superar la oferta asistencialista y alcabalera de una izquierda que se siente victoriosa porque ha logrado imponer los términos del debate político.
La actividad de Libertank y de otras expresiones del pensamiento liberal, surgidas al margen del establecimiento político y gremial tradicional, debe ser saludada como una gran contribución a la superación de esa confusión y al replanteamiento radical del contenido y el lenguaje mismo del debate de política pública, sin hacer a la corrección política concesiones que limitan el pensamiento y la acción.
Desde mediados de los años 90 un par de instituciones, la Fundación Heritage en Estados Unidos y el Instituto Fraser en Canadá, realizan comparaciones del grado de libertad económica en un número creciente de países del mundo. Colombia ocupa un lugar más bien modesto en esas clasificaciones: en la del Instituto Fraser aparece en el puesto 92 entre 162 países y en el 49 entre 178 en la de la Fundación Heritage. Libertank hace un gran trabajo monitoreando y evaluando de forma permanente las propuestas de política, las acciones del ejecutivo y las decisiones administrativas, legislativas y judiciales que inciden directamente en la libertad económica.
También Libertank realiza un importante trabajo pedagógico para recuperar, debajo del manto ideológico del colectivismo, verdades tan elementales como que la riqueza de unos no es la causa de la pobreza de los otros; que lo que distingue a los países avanzados de aquellos que no lo son no es la desigualdad de ingresos sino la fuerza del hábito de inversión; que las empresas no son ni pobres ni ricas sino eficientes y productivas; que el asistencialismo solo hace llevadera la pobreza, al tiempo que socava la predisposición al esfuerzo y abona la corrupción, en fin, que lo único que saca a la gente de la pobreza es el trabajo de generar su ingreso propio, lo que fortalece la autoestima y la responsabilidad de personas cada vez más autónomas y orgullosas de su libertad.
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