Cuando Leemos sobre librerías, sobre memorias de libreros y novelas de ficción donde una pequeña librería y su dueño son los protagonistas, es el comienzo de una inquietud que nos hace cuestionarnos. ¿Una inquietud sobre qué? Quizás de las mismas personas que trabajan en aquel oficio que parece anacrónico (librero), y quizás del afán de algún escritor de que las librerías queden registradas de alguna forma, en la historia, en la historia de la humanidad. Pero la inquietud crece cuando no comprendemos quiénes son las personas que nos atiende detrás del mostrador, y el significado de las estanterías atiborradas de libros. ¿Una biblioteca?, ¿un anticuario? Puede ser la una como la otra. Sin embargo, en los recuerdos de nuestra niñez y en el imaginario colectivo de una sociedad, siempre recordamos al señor casi cascarrabias, con barba y con el escaso pelo blanco, extendiéndonos un ejemplar de La historia interminable. Aquel señor que no teme compartir sus anécdotas mezcladas con humor, para hacer de las aventuras del Corsario negro más verosímiles en aquel espacio estrecho y lleno de ejemplares encuadernados en cuero y con títulos extraños de épocas clásicas.
Sin embargo, cuando las manos de los lectores se topan con títulos como Diario de un librero de Shaun Bythell, la librería The Book Shop de segunda mano en Wigtown (Escocia), cobra vida los recuerdos de Bythell al ser leída por lectores locales y extranjeros. ¿Qué sentido tenía su librería para él, y para el pequeño poblado de Wigtown? Lo mismo sucede con la librería Hartlieb Bücher (Viena) en el libro Mi maravillosa librería de Petra Hartlieb. Ella, junto con su marido, se embargan en el proyecto de montar una librería. No conocen, pero aprenden del oficio y de los detalles: cajas repletas de novedades, el espacio cada vez más escaso para exhibir, proveedores, facturas, clientes y la amenaza de Amazón entre otros. Todos aquellos libros sobre memorias de librerías son un ejemplo de la necesidad de sus dueños de darles su lugar a esos lugares estrechos, húmedos, amplios o luminosos, a los momentos de irritación por clientes especialmente difíciles, por los cambios que la era del internet trajo y por las agradables jornadas junto a los libros.
Jorge Carrión en su libro Librerías de la Editorial Anagrama, narra su recorrido por varias y míticas librerías para darles de alguna forma su lugar en la historia de la humanidad; sus dueños y el valor que representaron como lugares de encuentro y su significado en la época en que abrieron sus puertas o cerraron, y cómo hicieron parte de la memoria colectiva. No obstante, a veces pareciera que las librerías se resistieran a hacer parte de la sucesión de los acontecimientos, del trascurrir del tiempo de la historia. La cuestión es, ¿por qué se resisten?, ¿por qué no quieren otorgarse una fecha?
Cuando se leen las noticias publicadas por El Tiempo sobre el cierre de la librería América de Medellín en el 2018, queda la sensación de un vacío, no del vacío del cierre, donde inesperados lectores se sienten indignados por que la cultura se ve amenazada, sino de una cuestión más fundamental: qué sentido tiene la librería dentro de la sociedad y cuál es el espacio que ocupa en el imaginario de las personas. Solo cuando el dueño coloca la cerradura y entrega el local al arrendatario, es cuando la pregunta nos persigue. ¿Cerró la librería, nuestra librería, la librería de la ciudad?
Así, innumerables librerías a través de la historia han vivido los cambios y han enfrentado la censura, el rechazo, saqueo y quizás, la indiferencia de los lectores por ellas. Nuestras riquezas, una librería de Argel, un libro publicado por Asteroide, nos recuerda su autora Kaouther Adimi, que solo escribir sobre ellas, puede ser la forma de darles su lugar en la historia y en la memoria de una sociedad.