Latas de sardina pintadas de vida

Son grises. Del peor gris imaginado: plano, hospitalario, lavable. A alguien se le ocurrió combinarlo con un verde pálido: no el del escudo de Antioquia, ni el del Atlético Nacional, ni el de las montañas, ni el de los arboles de la ciudad.

                                                      “Desde la creación del metro, a través de una fuerte campaña publicitaria,

                                                          se ha procurado el cuidado del sistema, prueba de ello son las vírgenes              

                                                que acompañan cada estación.” (Revista Semana)

 

Son grises. Del peor gris imaginado: plano, hospitalario, lavable. A alguien se le ocurrió combinarlo con un verde pálido: no el del escudo de Antioquia, ni el del Atlético Nacional, ni el de las montañas, ni el de los arboles de la ciudad. Es otro verde, desteñido. A estos colores, repartidos en asientos y vagones, le combinaron el cemento a la vista:  desabrido, carrasposo,  sin color.  En las puertas y dinteles de las estaciones un azul asumadrado: no el azul conservador, del cielo o de la bandera. No. Es otro azul, despercudible. Ese arco iris de melancolía y opacidad fue consagrado literalmente a la Virgen, o a las vírgenes, cuando estas abundaban para solaz del onanismo: del Rosario, del Perpetuo Socorro, María Auxiliadora y la Milagrosa. No sé si el culto mariano ya habrá cumplido con el propósito anunciado cuando empotraron en las estaciones las primeras cuatro, esto es, completar la divina procesión con las vírgenes de los Dolores, la Candelaria, Chiqunquirá, Fátima y la Macarena. El mensaje de la burocracia goda, pacata y rezandera que, como las vírgenes del cuento, se entronizó en el Metro de Medellín, fue reconocido por la entonces Secretaria General del Metro[1], una abogada que en la facultad de derecho de la UdeA miraban cual madona del pecado: …”proporcionar entretenimiento y diversión para evitar el ocio y los vicios…”

Cada mañana, la gran mayoría de sus pasajeros recién bañados y agitados por la larga pendiente de escaleras que, como para llegar al cielo, hay que subir para tomar el Metro, se apiñan en el estrecho corredor que hay entre los vagones que paran y el abismo del viaducto, una obra que pagaremos durante sesenta años y que salvó de la quiebra a la industria cementera y siderúrgica de la entonces ciudad industrial de Colombia. Subir cientos de escalas y recorrer a la intemperie los largos viaductos, es apenas la primera proeza que espera. Entrar al vagón atiborrado, empujar con fuerza a quienes dentro se resisten a dejar su lugar, luchar con manos y pies para hallar un lugar en el enlatado que ya anuncia el cierre de sus puertas con un pito chillón y amenazante.  Una vez dentro, una voz poco celestial, seguro no de la Virgen de la Anunciación, insiste desde el altavoz que “dejar salir es poder entrar más fácil”, “si vas a estornudar hazlo con un pañuelo”, “no hables en voz alta por el celular” y “cuidado con tus objetos que hay personas inescrupulosas que pueden aprovecharse de tu descuido”.  Esa salmodia se repite por todo el trayecto finalizando con la letanía de que todos somos “Cultura Metro”.

Bajarse puede ser igual de heroico que subirse. Hay que tirar codo, empujar y arremeter contra quienes están cerca de la puertas. Hay pocos segundos para evacuar y en la salida no falta quien te pegue la verga del muslo, te requise el celular o simplemente te impida alcanzar las puertas inmisericordes que se cierren en las narices, te atrapan una mano o parte de tu tronco. Cuando esta anomalía sucede, el pito sonará mas estridente y las puertas empezaran a abrirse y a cerrase como fauces de un tiburón hambriento.  Y no faltará el vagón se vaya con el bolso de la pobre mujer que apenas alcanzó a tocar tierra. Todo esto pasa en la mañana, durante las dos o tres horas llamadas pico. Pero no olvidemos, es la mañana y todavía el calor agobiante, el sudor acumulado por el trabajo y las carreras, no han hecho los estragos húmedos y espesos de las horas pico de la tarde, las que van de las cuatro a las siete.

La clase media, los empleados de medio pelo y la burocracia oficial no va en Metro. No van en el Metro ni siquiera los ejecutivos de la frondosa burocracia que paga el sistema masivo. Masivo no solo por la gente que apiña cada día y a cada hora, sino por la cantidad de empleados o mejor, clientela que tiene: un enjambre de vendedores de tiquetes y recargas de tarjetas, de acomodadores, de organizadores de filas, de supervisores, de barrenderas, de celadores, vigilantes de torniquetes y policías bachilleres pagados por el Metro. Esa es la famosa “Cultura Metro”, una fuerza disuasiva que cuida con celo, advierte permanentemente, coordina por radio, pela los dientes y vela para que las sardinas hallen un lugar en la lata que engulle sin descanso.

El pueblo que no va en moto zigzagueando entre los buses, taxis y particulares, va en el Metro. Este sistema parece diseñado para que El Poblado, el estrato ocho de Medellín, pueda tener cada día, provenientes de las comunas más pobres, sus albañiles, celadores, domésticas y dependientes de centros comerciales.  Claro que también van los trabajadores de las empresas que bordean el río, los celadores trasnochados de las urbanizaciones que aprovechan las ventajas de estar cerca de una estación y uno, colgado de las barras, observador morboso y resignado,  un renegado que como no irá a la oficina hoy, puede leer en la mañana el titular de primera página de la hoja parroquial[2] llamada “El Colombiano”: “Indignación causaron grafitis en el Metro de Medellín”. ¿Será posible tanta felicidad?

[1] http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-530793

[2] http://www.elcolombiano.com/antioquia/movilidad/pintan-grafitis-en-un-tren-del-metro-de-medellin-ME3710925

Jesús María Ramírez Cano

Ciudadano de Medellín, Abogado de la UDEA, Consultor independiente en temas de seguridad, convivencia y ordenamiento territorial.

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