La travesía del señor Werther

“Hoy se ajustan tres días exactos desde el día que mi perro murió”, pensó el señor Werther mientras caminaba a la estación. Llevaba un gabán que había comprado en el mercado de Londres cuando, con su esposa, fue de paseo a la isla. Unos pantalones y unos zapatos que, si acaso, limpiaba con el trapo, viejo y sucio, que había adquirido 2 o 3 años atrás. Un sombrero de cuero que su esposa, cuando vivían juntos, le había regalado en  su noveno aniversario. Y, finalmente, un paraguas viejo, del cual no recordaba su origen. Se dirigía a la gran estación del tren de Paris, la cual quedaba a pocas cuadras de su oficina de correos, lugar donde trabaja. Como era común, y sin sorpresa alguna, salió de su lugar de trabajo faltando un cuarto para las 9. Como lo había comprobado hace ya 20 años, sabía que, exactamente,  llegaría a la estación  a las 9pm. A las 9 y cuarto estaría sentado en el vagón 2 del tren número 123 de la empresa Eurai. A las 10 y cuarto, puntualmente, estaría introduciendo la segunda llave de derecha a izquierda, tomando como referencia el llavero de cuero de la feria francesa de artesanías, justo en el agujero preciso, sin equivocación alguna. Luego, giraría a la derecha. La puerta cedería hacia adentro, y se encontraría con el frio silencio que deja la ausencia de su perro. Sin embargo, no le gustaba suponer, paso a paso, el modo como se darían sus días y sus horas. Prefería repasar recuerdos, responsabilidades económicas o asuntos de su trabajo para ocupar su mente. Mientras compraba el tiquete para el viaje de vuelta a casa la imagen de su perro volvió a su mente. “Mi perro ha muerto”, pensó. Ahora sobra un poco más de mi sueldo mensual, se dijo así mismo, mientras le solicitaba al hombre encargado de la taquilla un tiquete hasta la estación Michigan, la más cercana hasta su casa. Será un gran pena, prosiguió, porque en realidad no sabría en qué usar el resto de su dinero. La ausencia de su perro implicaría buscar una absurda fuente para gastar el resto del dinero ganado en un mes. Comprar otro perro no le parecía correcto porque no pretendía adquirir otro animal cuando sentía aproximar su propia muerte, ya soy un hombre viejo, pensaba.  De seguro, gastaría el resto de su dinero en alimentos que no comería. O, en ropa que, difícilmente, llegaría a usar. Las personas, se decía para sí, gastan todo su dinero. Él también lo debía de hacer. Cuando regresó de sus pensamientos,  ya se encontraba sentado en el lugar indicado del tren. Fila 8, asiento 15. El tren se componía, en sus adentros, de una cobertura roja en paredes y techo. El suelo, por su antigüedad, estaba hecho en madera que le daba un toque mágico a aquel medio de transporte. Las ventanas del tren aún conservaban sus finos terminados, eran pequeños detalles que determinaban la belleza de los vagones. Lo asientos estaban recubiertos en un fino cuero negro. Los vagones, como todos los conocidos de aquella época en Francia, se constituían, a lado y lado, de dos grandes filas de sillas a lo largo de los vagones. Las cuales, a la vez, de dividían en dos líneas de asientos. Una de las cuales quedaría justo al lado de la ventana. En el exterior, el tren presentaba un aspecto gótico de los años 1800. En su frente llevaba una gran chimenea circular  de aluminio que expulsaba grandes cantidades de humo negro.

Tendría que esperar 15 minutos, como siempre, para que el tren empezara a funcionar. Luego de pasado el tiempo ya mencionado, las llantas empezarían a girar lentamente. Posteriormente, Trataría de dormir, pero le sería imposible. Afortunadamente, ya que pocas veces tenía la suerte, le había tocado un asiento justo al lado de una ventana. De tal manera podría entretener su viaje mirando el paisaje, que día a día, recorría para llegar a su casa. En tanto se sentó en el puesto asignado se percató del reflejo que creaba su imagen justo en la ventana del tren, donde veía deslizarse las gotas de lluvia que empezaban a caer sobre el suelo de París. Su imagen, en aquel vidrio, le trajo a su mente el mismo desagradable pensamiento que solía tener, muchas mañanas, justo cuando se paraba en  el espejo de su baño para cepillarse los dientes luego de, sin dificultad, parase de su cama. “Aquel hombre, el del espejo, carece de vida. Aquel hombre, respondía su reflejo, se engaña creyendo estar vivo…” Pensaba.  Ello, era solo una conversación obsesiva  que repetía por semanas enteras en las primeras horas de su día.

Segundos antes de que el tren se pusiese en marcha, llegó, de un modo apresurado una chica, de unos 35 años,  que se sentó justo al lado del señor Werther. Llevaba un vestido rojo que llegaba hasta las rodillas y Unos tacones negros de 8 centímetros de altura.  Su cabello era negro y le llegaba hasta las nalgas. Su cara era de una blancura absorbente. Sus ojos eran verdes claros y combinaban con las pequeñas perlas que llevaba de aretes. La forma de su cuerpo se dibujaba como un camino de hojas perfectamente puestas por una voluntad creadora. Su rostro, en términos generales, era un pequeño jardín de tulipanes y mariposas amarillas. Se sentó y saludo amablemente a su acompañante de viaje, el señor Werther. Su voz era como un sendero de fresas dulces. Su inocencia, quedó al descubierto luego de una o dos palabras pronunciadas en forma de saludo. Su voz era lisa, suave y armoniosa. Su olor, sorprendió al señor Werther. Se componía del aroma de los duraznos, acompañado del de las manzanas y de la miel. Era un olor dulce, de mujer joven, de pureza y blancura. En tanto se sentó, la chica se quitó los zapatos, estaban mojados, al igual que su pelo, y la parte superior de su vestido a la altura de los hombros.  Descargo sus tacones a lado de su asiento con la esperanza de que se escurriesen un poco. Hizo algunos comentarios sobre la inesperada lluvia al señor Werther, quien le miraba fijamente, sin prestar verdadera atención a sus palabras. Al parecer, había quedado maravillado de la inocencia que aquella desconocida mujer inspiraba. Parecía, para el señor Werther, una combinación perfecta, poseía un olor dulce y leve, una voz armoniosa, un ternura en su aspecto en general que, al parecer, se decía para sí mismo, dejaban en evidencia una niña que ha robado el cuerpo de una mujer. No era necesario escuchar, comprendió Werther, para suponer el mágico teatro, de colores y fantasía, que aquella mujer escondía bajo ese cuerpo de adulta. Se sentía, después de mucho tiempo, en espacios desconocido. El tiempo había consumido aquellos sentimientos juveniles de adrenalina que solía sentir ante otra persona. Su corazón parecía vibrar al paso de la aguja de una brújula buscando la dirección correcta. Un toque de miedo, acompañado de la eufórica alegría de caminar por aquellos espacios, ya olvidados, le tenían temblando al lado de aquella mujer de vestido rojo. Explicar la atracción aparecerá como algo realmente complejo ya que para un hombre, solo y vacío, el encuentro con una persona cargada de luz era un espectáculo teatral. Para un hombre desierto, y de alma oscura, mirar un pequeño destello de luz, en medio de las sombras, le cegaba hasta el punto de hacerle entrar en pánico. Aquella mujer, para el señor Werther, poseía un extraño camino hasta su curiosidad, hasta su deseo de conocerla, casi hasta de amarla por vez primera y última. El deseo parecía convertir a aquella mujer en una esperanza. Aquel par de asientos donde se encontraban parecía estar detenido, como si al tiempo se le hubiese impedido entrar allí. El vagón, el tren, parecían detenerse en relámpagos de instantes. Luego sería el mundo y el universo entero quienes se paralizaban para el señor Wether, quien, de improvisto, caería en un trance de extraños impulsos hacía un pasado que ahora mismo estaba viviendo. Werther nunca había estado tan consciente de cada pequeño movimiento en su cuerpo. Sentía la rapidez de sus latidos, se percataba del diminuto espacio que había entre respiración y respiración. Profesaba la velocidad de cada uno de sus parpadeos.   El tiempo, para el señor Werther, había escapado al infinito. Ahora vivía en un espacio de instantes que no se contaban en segundos. Parecía extraviarse entre las carrileras que van a cualquier lugar menos a la próxima estación. Pero, a pesar de toda su carga de emoción, la debilidad se apoderaba de sus músculos. Un cansancio vino sobre su cuerpo. Una profunda levedad empezó a dominar su mente como unas cascadas de pesada agua cayendo sobre su alma. Adormecido, cansado, somnoliento. Le confundía pensar en el origen de aquella forma extraña de sentimiento. No comprendía cómo aquella presencia retumbaba en su ser hasta hacerle caer. Aquella mujer se materializó como un pasado que ya había olvidado. Y como una esperanza de salvar su futuro. Se materializo como la juventud perdida en el tiempo que corre, en el viento que todo lo transforma. Su olor, eran grandes golpes de recuerdos en su cabeza. Como si sus viejos amores se encarnaran todos en el mismo,  en aquella mujer de vestido rojo y ojos verdes. Ahora, que sentía que desde varios años atrás andaba muerto, aquella mujer volvía como un destello de vida para un alma que había dejado de caminar. Esperanza.

El tren llevaba una velocidad constante. Los arboles eran el único paisaje en su ventana. Y aunque en apariencia parecía mirarlos con gran concentración, su alma daba pasos hacía un pasado que creía muerto, hacia un espacio de infinitos kilómetros de aquel viejo y desgastado tren. Recordaba con cierta nostalgia los días de antaño. Por su mente pasaban las imágenes de su viejo barrio, el olor de las fresas de su jardín, y el dulce sabor de la tarta de manzana que cocinaba su madre. Recordaba el corredor de su antigua casa. Resonaba, en su mente, su cuarto y su particular olor. Pensaba en toda una época. La época más vislumbrante de su vida. La única época en la que, realmente, podría decir que había brillado como un fuerte destello. Se sorprendía al considerar la gran diferencia que existía entre aquellos días, y el estilo de vida que hoy tenía. Meditaba sobre la profunda soledad en la que había caído. Como si la ciudad, esa gran selva de edificios y calles cruzadas, donde habitaban millones de personas reunidas en un mismo espacio calculable en kilómetros, les obligase, a pesar de la dependencia que creaba entre ciudadano y ciudadano, a abandonar a cada uno, en completa soledad, en un cuarto. La civilización había creado unos lazos de sumisión entre cada uno de los individuos y el colectivo en general. Sin embargo, y aunque se aparente una perfecta unidad, la ciudad no era más que un bosque de hombres solos y abandonados. Se habían inventado las casas, los apartamentos, hoteles y residencias. Cada familia se dividía en su hogar. Cada familia se hacía propietaria de un espacio determinado que los separaba del mundo. Sin embargo, ello no era suficiente. Aunque la ciudad se dividiera en pequeños espacios habitables, aquellos espacios habitables, a su vez, se dividían en espacios aún más pequeños con la intención de  hacer una división completa del individuo con el mundo, los cuartos. Así la civilización combinada con su fuerte carácter, pensaba Werther, le había alejado a un espacio solo y frio. Sus amigos habían quedado esparcidos en aquel bosque de figuras poco reconocibles. Su esposa le había abandonado varios años atrás. Sus vecinos recibían una hipócrita sonrisa de su parte, porque, para ser sinceros, sonreía por responsabilidad. En ocasiones, se le hacía demasiado difícil sacar fuerzas para, simplemente, impulsar los músculos de su cara, para formar una breve curva en su boca, mientras su laringe enviaba un impulso de aire que, cuando salían de su boca, sonaban como “Buenos días”. En su trabajo, nunca había creado una relación más allá de lo laboral. Y su perro había muerto hace tres días. Pensar en ello, en su completa y absoluta soledad, le contrajo los músculos y le hizo sentir, empezando por sus piernas hasta su cabeza, un  intenso escalofrió. Una mujer extraña le había revolcado un tiempo pasado, pensaba. Una mujer, que no conocía,  había encarnado un conjunto de instantes de los cuales podría decir “fui feliz”. Aquella mujer, de vestido rojo, de tacones y ojos verdes,  se convertía, para el señor Werther, en una esperanza. La esperanza de salvar la vida que había perdido hace bastante tiempo. Devolverle la vida, por fin, al hombre y a su reflejo en el espejo. Su vida era terriblemente oscura, pensaba, y Sin embargo, y para su sorpresa, aquella mujer aparecía como una pequeña luz en la superficie de aquel negro agujero en el cual se había ahogado. Una luz con tintes de esperanza. Debajo del algodón de su vestido rojo, pensaba, encontraría una soga o un salvavidas para volver a nacer y para recuperar aquello que se había caído a las profundidades de un inexplorable mar y volver a la superficie. Una mujer, en cuestión de segundo se materializo en ilusión.

Las mismas fuerzas que le había llevado al estado actual de su vida, le conducirían, necesariamente, por el mismo camino. Necesariamente nada cambiaria. La vida pocas veces brinda grandes sorpresas. La vida, en términos sencillos, es el acontecer de sucesos normales que, de vez en cuando, se encuentran, por error del destino, con un hecho realmente sorprendente. Aquella noche, en la que el hombre habría podido salvar su vida, se desvaneció con el afán insistente del tiempo y la cobardía normal de los hombres. La mujer se levantó, cogió sus tacones, se los puso rápidamente, y bajo del tren en la estación siguiente. Camino hacia la salida, mientras Werther, desde su asiento la veía alejarse con sus pequeños pasos. Antes de que desapareciera de su vista, y de su vida misma, el tren cerró sus puertas, e, inmediatamente,  emprendió, de nuevo, su trayecto.

El hombre, como lo supusimos en un principio, llego a su casa a las 10 y cuarto. Sacó sus llaves y entro a su casa. No existía ser viviente que lo esperará en hogar, ni ser amado que se preocupará por su vida. Extrañó los efusivos saludos de su perro. Se sentó en el sillón de la sala en completa oscuridad. “aquella mujer, que apareció con su dulce olor, mostró un rostro con tono de esperanza para mi vida absurda. Sin embargo, y como resultado de los intencionados juegos del destino, aquel rostro de esperanza es el mismo rostro de la desesperada realidad de que nada, en mi vida, va a cambiar” pensó mientras intentaba conciliar el sueño.

 

Andrés Restrepo Gil

Andrés Restrepo Gil

Me gusta la historia, la filosofía y la literatura. siendo esta última, entre las tres, mi preferida. Entre mis autores favoritos está Tolstoi, por el bello arte que posee para plasmar caracteres y Poe, por su agilidad para crear situaciones. También disfruto de la música y, más que ello o, quizás, más que nada, viajar.

1 Comment

Clic aquí para comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.