Transgredir las normas es algo que es innato en los jóvenes y que debería ser innato en los seres humanos en general. La ruptura de las mismas es vital cuando estas no son justas y cuando sentimos –de corazón– que en ellas lo legal y lo moral no van de la mano. El problema, viene cuando se violan más por capricho que por razón, cuando vulneramos las reglas basados en que son pequeñas excepciones o –peor aún– basándonos en las acciones de otros.
El tipo (o la tipa) que se parquea en un espacio para discapacitados, se sube a un carro en un estado de ebriedad alarmante o maneja a velocidades exageradas dentro de una ciudad es un(a) pelotudo(a). Ahí no hay excusa que valga. Los “sólo son cinco minutos”, “yo manejo borracho desde sardino”, o es “que yo soy excelente cabrilla y siempre manejo a esta velocidad”. No aplican ¡No sean iguazos! Las emergencias sí, pero ahí tendríamos que entrar a debatir qué es realmente una emergencia.
Con el arte pasa igual. Es hermoso transgredir con pintura, con escritura, con música; pero hay que ser responsables a la hora de hacerlo. Un grafiti pintado en una casa pierde todo el sentido del mismo porque incómoda a la persona equivocada. La opinión de un artículo periodístico se desvanece completamente si este no está bien fundamentado. Y un violinista que se para en un espacio prohibido, sin tener mayor intención que ser el tema de la semana de los diarios, termina emulando al irresponsable descripto en el anterior párrafo.
El músico puede ser un verdadero talento, un chico trabajador y puede estar no haciéndole daño a nadie; pero eso no le da la autoridad de utilizar dicho talento como un comodín caprichoso, para violar una norma que el metro de Medellín tiene para proteger a sus usuarios. Porque el transporte público por excelencia de la ciudad no sólo tiene prohibidos los espectáculos, sino también las ventas y hasta el proselitismo político. El problema de fondo no es el joven, sino qué pasa cuando confundimos lo injusto con lo no que no nos conviene o lo que no nos da la gana de respetar.
La peor parte de permitir que cualquier ‘artista’ utilice el sistema como si fuese el salón de su propia casa va más allá de tener que escuchar ‘talentos’ desafinados. Tiene que ver más con el pasar de lidiar con personajes que agradecen cualquier colaboración, a malandros que intimidan para conseguir unas monedas (ya sea a través del arte mediocre, o del robo directo) y con perturbar la tranquilidad de un espacio cómodo y seguro, donde a diferencia de otras ciudades se puede leer un libro durante el viaje o hasta incluso sacar un PC (que no sea una buena idea es otra historia). Lo ideal sería que no se restringiera el arte de ningún espacio, pero lo ideal también sería que el nivel de seguridad de las ciudades lo permitiera.
Una columnista que respeto y que he leído con frecuencia, compara el metro paisa con el neoyorquino; pero francamente dudo que en ‘La gran manzana’ haya ladrones que sean tan conchudos para hacerse pasar por artistas y amedrentar en plena estación a los pasajeros.
No me gustaría ver que el detrimento que en los últimos años tuvo el Subte de Buenos Aires se produce en la ciudad de Medellín. Acá lo que se está protegiendo no es un armatoste que viaja sobre los rieles, sino la seguridad de quienes se suben a este para llegar a su destino. Quizás la forma de hacerlo no sea la correcta, pero por el momento es la única viable.
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