La testigo muda

Era conocida como la única buena discoteca para residentes de la isla, pero ahora que la recuerdo, parecía más un confesionario a la inversa, un lugar para descargar toda la lujuria, los vicios, ocio y tedio de la rutina sin ser juzgado. La fila siempre era más larga que el perímetro del lugar, y al entrar, se sentía una densidad pesada y gaseosa; el aire acondicionado secaba el sudor y hacía que cada piel brillara sin necesidad de las luces rojas del techo. Esos cincuenta metros cuadrados tenían su propio ciclo de condensación.

Esa noche, no podíamos escucharnos ni la risa. La música estaba tan alta que el sonido chocaba con las paredes, las copas y los tímpanos, ese reggae característico del lugar, hacía que algunos de los cuerpos alcoholizados se movieran más por la vibración que por la consciencia de las melodías.

Sabía que mi salida de escape era el baño, necesitaba respirar un aire menos sudoroso. Al abrir la pesada puerta del fondo a la derecha, la concentración del calor pareció pegarme una cachetada directa en el rostro. Atravesé el corredor diminuto que no tenía ni un bombillo, intentando caminar entre pilas de palets de plástico apiladas, llenas de botellas vacías, para llegar por fin al cuartito iluminado y así echarme agua en la cara.

Me devolví por el mismo camino y, encandilada por el cambio de luz, me topé con un palet que no había distinguido en el primer recorrido. Intenté esquivarlo, pero se movió conmigo.

Lo siguiente fue sentir la pared en mi espalda, esa lámina de cartón delgado que separaba el corredor de la discoteca. Era como si ese disco de Shaggy me atravesara y se me clavara en cada vértebra, mientras yo intentaba alejar al cuerpo pesado que tenía encima apretándome el pecho. Éramos una sola vibración los tres: la pared, él y yo. Mi vibración de un grito silenciado y hacia adentro, su vibración convertida en una carcajada alicorada cuyo eco intentaba entrar a mi oído sin lograrlo, y la pared, separando dos realidades a lado y lado, como una testigo muda.

Habrá sido el sudor y su viscosidad lo que hizo resbalar sus manos de mis brazos o su dificultad para mantenerse en equilibrio, pero al momento en que hubo un centímetro de distancia entre los dos, me alejé de inmediato y crucé la puerta que esta vez se me hizo muy liviana.

Adentro, el aire pareció el más puro y lo inspiré hasta estar segura de que me llegara al fondo de mis pulmones. El ruido sucumbió ante mí como un silencio calmo y el movimiento de los cuerpos alrededor de las mesas parecía con armonía, como si fuese música clásica lo que sonaba. Todo lo veía a través de mis palpitaciones que se iban desacelerando, frenando brusco, como aquel vinilo que va cesando y dejando de girar.

El olor del whiskey cercano me aniquiló la ensoñación de aquel espacio irreal. El cuerpo, antes confundido con palet, emitió su risa característica que esta vez me llegó hasta el último poro y dando tumbos hasta sentarse de nuevo en la mesa que compartíamos, me dijo a mí y a los demás: ¿Otra ronda o qué?

Nota:

Este texto es el resultado de lo trabajado en el curso “El oficio de reescribirse: taller de creación literaria. Diálogos entre la literatura y el psicoanálisis.” Las inscripciones a este taller están abiertas actualmente. 

Sara Vásquez Marulanda

Sara es psicóloga de la Universidad Pontifica Bolivariana de Medellín y actualmente se encuentra en Santiago de Chile a donde se mudó por trabajo hace tres años. Más allá de su profesión, le gusta buscarse y encontrarse entre las letras y la música.

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