El gran problema de la ciencia moderna desde mediados del siglo XX ha sido cómo dar coherencia a las dos grandes teorías vigentes y absolutamente opuestas entre sí que explican el universo: Relatividad, que describe los objetos más grandes del mismo, y Mecánica cuántica, que explica el mundo sub-atómico.
Si se realiza una regresión en la historia de nuestro universo, aproximándonos paulatinamente al momento del Big Bang, es decir, si recreásemos un proceso de implosión donde el tamaño se contrae, las distancias se acortan y aumenta la temperatura, llegaríamos a un punto donde las influencias de ambas teorías se encontrarían una frente a la otra, provocando la gran debacle. Sería como tener dos códigos de circulación completamente diferentes para un mismo territorio. Pero el problema no afecta únicamente a los orígenes del universo, sino al estudio de objetos cosmológicos como los agujeros negros. Es indispensable, por lo tanto, crear un código común.
Mientras que la Relatividad explica el funcionamiento de la gravedad, la mecánica cuántica ha dado coherencia a las fuerzas electromagnética, nuclear débil y nuclear fuerte, pero no ha encontrado sitio para la fuerza de la gravedad. Se necesita una ecuación que explique ambas caras de un mismo universo, una teoría del Todo, y eso es lo que han perseguido y creído encontrar los defensores de la Teoría de cuerdas en su innovadora visión de los elementos esenciales del universo como hilos de energía, no como partículas.
Unas ecuaciones de Euler, uno de los grandes matemáticos del s. XVIII, fueron el punto de partida para el nacimiento de la Teoría de cuerdas. En 1968, Gabriele Veneziano, un físico italiano, se encontró con que aquella fórmula, que hasta entonces se había considerado una curiosidad matemática, describía la fuerza nuclear fuerte descubierta unos decenios atrás.
Posteriormente, el estadounidense Leonard Susskind pudo ir más allá y descubrió que la ecuación de Euler hacía referencia a una «partícula» vibrante que se comportaba como un hilo elástico que se estiraba, se contraía y ondeaba.
Durante años, la Teoría de cuerdas no avanzó, debido a que sufría muchas anomalías matemáticas que impedían su concordancia.
Había, además, dos grandes problemas con que se encontraron los científicos al abordar este modelo: uno, exigía la existencia de una partícula sin masa, el taquión, indetectable en cualquier experimento; y dos, hacía falta la existencia de diez dimensiones.
En 1973, John Schwarz descubrió que la partícula sin masa no era otra que el gravitón, que describía por fin la fuerza de la gravedad en el terreno cuántico. Luego, en 1984, Schwarz y Michael Green resolvieron todas las anomalías matemáticas, bautizando su hallazgo como Teoría de Todo. De esta manera, se pudo afirmar que, frente al modelo estándar, que habla de los quarks como partículas básicas, estos constan, a su vez, de unos elementos aún más pequeños, las cuerdas que ya hemos definido.
El universo se puede describir, así, como una «sinfonía» donde cada vibración de aquellos hilos origina un componente diferente.
Con la descripción del mundo cuántico mediante partículas, las incesantes interacciones de las mismas originan un mundo inestable, desequilibrado e incoherente. Al transformar dichas partículas en cuerdas, el mundo sub-atómico mantiene la vibración de que hace gala en los experimentos, pero ya no hay inestabilidad, sino una superficie más tranquila formada por hilos vibratorios donde la fuerza de la gravedad también encontraría su sitio.
Lo que hace «extravagante” todo esto es que, como ya mencionamos, la Teoría de cuerdas supone la existencia de dimensiones adicionales a las cuatro que conocemos. Estas dimensiones son las que hacen que cada cuerda vibre de un modo diferente para originar todas las constantes de la naturaleza.
Para colmo, en los años 80, se ofrecieron cinco variantes de la Teoría de cuerdas. El gran problema fue que todas ellas resultaron ser igual de válidas. Por lo tanto, había que asumir que una de ellas describiría nuestro universo pero, entonces, ¿qué «otros» universos describían las cuatro restantes?
Este fue el gran rompecabezas a resolver durante años, hasta que, en 1995, uno de los físicos y matemáticos más relevantes en la actualidad, Ed Witten, presentó su solución al enigma: no había cinco teorías diferentes, sino que, en realidad, eran cinco enfoques sobre un mismo concepto, como si estuviéramos en una habitación cubierta de espejos que reflejaran el mismo objeto desde diferentes perspectivas.
La solución de Witten se llamó Teoría M. Y la Teoría M aportaba cambios: el más importante, que existen 11 dimensiones. La dimensión añadida a las diez de las que se venía hablando permitía que las cuerdas se estiraran para formar una especie de membranas, las cuales podrían tener tres o más dimensiones. Con la energía suficiente, alguna de ellas podría alcanzar tamaños tan grandes como para albergar nuestro universo.
Es decir, que podríamos estar viviendo dentro de una membrana, algo así como si estuviéramos en una rebanada sacada de una barra de pan. Cada rebanada de dicha barra sería un universo paralelo. Entonces, la siguiente pregunta es: ¿estaríamos atrapados o sería posible acceder al resto de rebanadas?
La Teoría M cree que la respuesta está en la gravedad. Esta fuerza siempre ha sido un problema para los científicos, debido a que su debilidad es tan manifiesta respecto a las otras fuerzas del universo que tanta diferencia ha traído de cabeza a la ciencia. El nuevo enfoque cambia la perspectiva del problema: ¿realmente es tan débil o, sencillamente, aparenta serlo?
La nueva idea implicaba que había dos formas de cuerdas. Todo lo que forma el universo se compone de cuerdas abiertas, cuyos extremos están adheridos a la membrana tridimensional que lo contiene. Pero también existen unas cuerdas cerradas, y una de sus variedades es el gravitón. Al formar un círculo cerrado, esta cuerda no está atada a la membrana y es libre para escapar hacia las otras dimensiones. Esto diluye la fuerza de la gravedad, haciéndola así parecer más débil que el resto de fuerzas.
La gravedad sería, por tanto, la forma de contacto entre todas las dimensiones existentes.
La Teoría M ofrece también una explicación al origen del Big Bang. Algunos defensores de la Teoría sugieren la ausencia de un inicio: el Big Bang sería el resultado de un choque entre dos membranas, y tal acontecimiento no sería único, sino que se repetiría innumerables veces de manera impredecible.
Pero, ¿cómo demostrar la existencia de otras dimensiones y membranas? La respuesta está en los aceleradores de partículas. Tanto el Fermilab, en Illinois, como el CERN en Suiza, tienen entre sus objetivos poder encontrar un gravitón. Si la Teoría M es correcta, el gravitón debe desvanecerse al pasar a otra dimensión.
El gran logro será observar el momento preciso en que el gravitón, de repente, desaparece.
[author] [author_image timthumb=’on’]https://alponiente.com/wp-content/uploads/2014/02/autortest.jpg[/author_image] [author_info]Rafael García del Valle: Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca (España). Persigue obsesivamente los misterios de la existencia, actividad que contrarresta con altas dosis de literatura científica para no extraviarse en un multiverso sin pies ni cabeza. Es autor del blog www.erraticario.com Leer sus columnas.[/author_info] [/author]
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