La tentativa imposible de imitar al Hamaquero

La presentación de un libro que celebra la vida y obra de los poetas me anima a imaginar las vivencias del mundo antiguo, aquel en el que la voz y presencia de ellos, equivalía a palabras sagradas y auras hechizantes. Portaban en sus labios los vocablos exactos para crear la belleza y designar con la alegoría precisa los milagros de la vida; creaban con sus versos los lenguajes esenciales que le permitían a los aldeanos que escuchaban sus rituales, escapar del mundo agreste y prosaico. El descubrimiento de la musicalidad que se atesoraba en las mismas palabras que nombraban la rudeza y que se agotaban en el palique cotidiano de la supervivencia, reveló que la poesía podría llegar al oído del pastor y del mercader, del viajero sin rumbo y del enfermo sin sosiego. Los rapsodas y los aedas, que prefiguraron al trovador provenzal y al poeta literario, hicieron de la poesía una liturgia, que bien fuera en forma de cantos o sonetos, hermanaron a los hombres con la manifestación más vívida del lenguaje.

No es fácil ser poeta en Colombia y menos en Antioquia. En un pueblo que aplaude la astucia y el tono atrabiliario del macho y el patriarca, sustraerse de la laboriosidad que descuaja montañas para componer versos, debe parecer tan díscolo y provocador como intentar descarrilar un tren con el pétalo de una rosa, según lo ha ilustrado con sorna Juan Manuel Roca. Todos los hombres perfilados en el libro de Juan Carlos Acebedo, desafían la rentabilidad que absorbe a sus coterráneos; son artífices osados que renunciaron a las lógicas rentistas de sus semejantes para proveerlos de una sonoridad distinta a la de las rockolas de las cantinas. Ellos, desprovistos de las urgencias estomacales de nosotros los burócratas, se obstinaron en lograr unas ganancias opuestas a las de los agiotistas que pululan en las plazas de Medellín y Antioquia. Pulieron palabras sonantes y asonantes siguiendo el compás del ritmo secreto de sus voces y escribieron poemas.

La trayectoria vital de José Manuel Arango – proverbial por su austeridad y memorable por su distancia del ruido y la figuración-, junto a la de Jaime Jaramillo Escobar, Rogelio Echavarría y Juan José Hoyos, constituyen un mundo insular que optó por insuflar con imaginación un pueblo de arrieros y mercachifles. Fueron hombres que batallaron a contracorriente, y que optaron, como lo reza el poeta Robert Frost, por el camino no elegido. Si la vida de ellos supone un caso de insólita obstinación, la de Gustavo Zuluaga, el Hamaquero, es la de un Quijote contemporáneo que, con desparpajo, humor negro e inteligencia, enfrentó con un ímpetu sereno, la abrumadora lógica mercantil de su tierra. A él lo admiro no solo por haberse dedicado a vender libros y editar poetas. Exalto con fruición y de manera febril, su postura erguida e incólume que nunca cedió, y, por el contrario, se hizo cada vez más firme con el paso de los años. Puedo asegurar que el Hamaquero jamás ha llenado ese tenebroso formato que encasilla nuestros títulos de oropel y el tiempo perdido – que llamamos experiencia laboral -y que entregamos con orgullo pueril a patrones buscando un empleo. Gustavo nada sabe de hojas de vida, declaraciones de renta, curriculum vitae, grupos de investigación, cartas de recomendación, ascensos, diplomas de honor, condecoraciones y demás géneros y expresiones de la pauperización de la vida.

Si la biografía cincela en mármol la existencia de los protagonistas de la historia, Juan Carlos, en estas piezas de variado color y forma, esculpidas con un tono límpido y sobrio, funda el género de la semblanza lírica que narra la obra de los héroes del silencio y la discreción. La nota alada que le cuenta al lector desprevenido que la vida de los creadores merece ser conocida más allá de un titular. El texto, que, salpicado de anécdotas, cotilleo, rigor libresco, evocación y halo poético, pendula entre la nostalgia y la epifanía. El trasegar de los poetas y cronistas, dispares en sus métodos, desenfrenados en sus búsquedas, ávidos de emociones, pero todos, excepcionales en sus universos y dueños de estilos singulares. Asistamos a la tertulia del poeta para emular por unas horas la vida inimitable del Hamaquero.

 

 

Marcos Fabián Herrera

Nació en El Pital (Huila), Colombia, en 1984. Ha ejercido el periodismo cultural y la crítica literaria en diversos periódicos y revistas de habla hispana. Escribe en las páginas culturales del diario El Espectador de Colombia. Autor de los libros El coloquio insolente: Conversaciones con escritores y artistas colombianos (Coedición de Visage-con-Fabulación, 2008); Silabario de magia – poesía (Trilce Editores, 2011); Palabra de Autor (Sílaba, 2017); Oficios del destierro ( Programa Editorial Univalle, 2019 ); Un bemol en la guerra ( Navío Libros, 2019).

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