La sala vacía, el bolsillo vacío

“Y aquí seguimos, van 7 meses de pandemia, con más dudas que respuestas, con más miedos que certezas. Porque no sabemos qué nos deparará el futuro ¿un rebrote, una normalidad a medias, dos años encerrados, una nueva ola de desempleo? No hay quien nos dé respuesta.”


Haber empezado a trabajar desde edad temprana, es tal vez, de las cosas más desgastantes, pero también ese paso a la “independencia”. Empecé a trabajar desde los 15 años por temporada decembrina en un almacén de calzado, ubicado en El Hueco, en pleno centro de Medellín. Un trabajo desgastante, parada de 8 a.m. a 8 p.m., aguantando humillaciones y todo por un pago paupérrimo. Así fueron 3 años durante temporada, horarios extensos, las plantas de los pies quemadas por estar todo el día parada, un agotamiento increíble y con esto se esfumaron las ganas de celebrar cualquier fecha importante en diciembre, como prender las velitas, la llegada del Niño Dios o el Año Nuevo.

Llegar a llorar a mi casa hasta quedarme dormida, se había convertido en una rutina y es que no renunciaba porque ese dinero lo necesitaba para sostenerme todo el año, aunque también vendía dulces en el colegio y esa era una ayudita más, en fin. El 24 de diciembre de 2018 decidí que ya no quería volver a trabajar ahí, que yo podía encontrar algo mejor. Y así fue, empecé a trabajar fines de semana vendiendo juguetes en el Centro Comercial Mayorca, pero la felicidad duró poco, los jefes eran peores que la anterior. Desvalorizar mi trabajo y gritarme se había convertido en algo normal para ellos.

Así que, de nuevo a buscar otros rumbos, donde me ofrecieran más bienestar y condiciones óptimas. Pues ya no estaba dispuesta a aguantar humillaciones.

Entonces empecé a trabajar en las salas de ventas de una constructora el 18 de septiembre del 2019. Era informadora los fines de semana y aunque nada tenía que ver con el periodismo, ese trabajo me hacía demasiado feliz. Me encargaba de recibir a los clientes, darles toda la información sobre los proyectos y hacerles un recorrido por los apartamentos modelos.

Ya llevaba 6 meses trabajando y por temas económicos, había decidido aumentar la carga y empezar a laborar fines de semana y dos días a la semana, todo iba muy bien, se me iban los días rápido, podía estudiar durante las jornadas laborales, el ambiente era bueno, me pagaban bien y las risas y aprendizajes nunca faltaban.

El domingo 8 de marzo fue un día muy diferente en la sala de ventas, eran las 9 am y después de abrir, nos sentamos como de costumbre en la cocina a desayunar y a conversar, pero esta vez no fueron risas y anécdotas, esta vez todos llegamos hablando del mismo tema, del coronavirus, pues ya todos los medios estaban hablando del primer paciente positivo en Colombia. Ese día era como si todos quisiéramos ignorar que era algo cierto, algo que estaba pasando, después de charlar un rato todos decidimos continuar con nuestras labores y hacer caso omiso al hecho de que cada vez este virus estaba más cerca. Ese día todos estábamos idos, cómo pensativos.

El domingo siguiente, a las 2 de la tarde la sala de ventas estaba sola, nadie había entrado en todo el día, ni una sola alma había aparecido. Esta vez, de las 5 personas que trabajábamos, solo fuimos 3. Se respiraba tensión, desasosiego, miedo y una sensación que nunca sabré explicar con exactitud, ahora sí que estaba cambiando nuestra realidad, la gente después de una semana ya había empezado a sentir miedo y había decidido quedarse en casa. Yo por mi parte, me negaba a creer que un virus, algo invisible y que parecía “inofensivo”, fuera capaz de cambiar mi vida.

Sin saberlo, esa sala que se mantuvo vacía me daba la despedida, pues a partir de ese día a las 5 pm, cuando cerramos, la jefe me dijo “nos pondrán en cuarentena muy pronto, el otro fin de semana no te necesitamos” y ya han pasado 32 fines de semana donde nunca más me volvieron a necesitar y fue así como, al igual que muchos colombianos, me quedé sin empleo a causa de una pandemia y un virus del cual fui incrédula alguna vez.

Encuarentenados

La casa pasó de estar solo con mi mamá y los dos perritos, a estar ellos, mi papá, mi hermano y yo, algo que no pasaba hace mucho tiempo, porque siempre por temas laborales faltaba alguno en casa. Tal vez, esto fue lo más gratificante, estar juntos, pasar tiempo juntos. Pero también lo más difícil, pues en este apartamento de 50 mt2 era difícil encontrar un espacio para cada uno. Y bueno, todos sabíamos que lo que se avecinaba era lo peor, pues ninguno estaba recibiendo ingresos, entonces empezaban las preguntas… cuando se acabe este mercado, ¿qué vamos a hacer?, ¿qué vamos a comer?, ¿cómo vamos a pagar los servicios? ¿y las deudas? Y es que mi papá, mi mamá y yo nos sumamos a esa cifra de desempleados en Colombia.

Yo pensaba que la cuarentena iba a ser algo de una o dos semanas y que luego todo volvería a la normalidad, que yo volvería a mi trabajo, a mi universidad, pero no fue así. Pasaban los días y empezaron a aumentar los casos, todos los días esperaba con ansias el boletín de contagiados, refrescaba la página del Ministerio de Salud y Protección en Twitter cada media hora y cuando por fin lo veía empezaba la ansiedad, el miedo, la preguntadera de ¿en serio estoy viviendo esto? ¿cómo es posible que esto esté pasando? y me preocupaba aún más la velocidad con la que se iban sumando los casos de contagiados y de muertos.

Lo más duro fue cuando las alacenas de la cocina empezaron a verse vacías, por mi parte sentía un desespero y unas ganas de salir corriendo y gritar que ya no más, que no quería más esto, quería que alguien me despertara. Pero todo era en vano, esa era la realidad.

Cuando ya solo quedaban huevitos con arroz empezaron a llegar las ayudas del Gobierno, que el mercado del colegio de mi hermanito, que el ingreso solidario, que llegó un camión repartiendo revuelto, que unos amigos se enteraron de mi situación y me enviaron dinero para un mercado, y así se fue solventando el hambre y la necesidad.

Y gracias a la vida o al universo nunca nos faltó un bocado de comida. Pero la angustia y el miedo sí que nos acompañaba día a día. Había muchas noches en las que me acostaba llorando, la depresión era latente y la ansiedad ni hablar, quería despertarme y poder salir a la calle a pasear a mis perros sin tapabocas, poder viajar, ver a mis amigos en la u para echar chisme, salir a comer con mi novio y todas esas cosas que me gustaba hacer, pero cada despertar nuevo era más desgastante, más monótono, más frustrante y no se acababa esa pesadilla.

Lo más gracioso de todo era que en ocasiones pensaba que ya me había dado coronavirus y que era asintomática, a veces por pura sugestión sentía que no podía respirar o que me dolía la garganta, pero cuando dejaba de pensar en la enfermedad, se me pasaba. Esas bobadas con las que sale uno. Hasta en mi casa hemos tenido esa conversación donde hemos pensado que tal vez todos somos asintomáticos y ya nos dio y ni cuenta nos dimos.

Ahora, poquito a poquito se nos ha ido “normalizando” la vida. Mi papá volvió a su trabajo, mi mamá empezó a vender ropa y yo, al igual que muchas personas, me reinventé y también empecé a vender productos pintados a mano, cómo materas, alcancías y cositas de decoración. (publicidad no paga) Y así fue cómo empecé a cogerle amor a las plantas y a hacer más llevadera la cuarentena. Me volví una mamita en las mañanas, aprendí cómo reproducir suculentas, cactus, cómo cuidarlas, cómo hablarles y le cogí el amor más grande a ver crecer esas plantitas. En fin.

Por otra parte, normalice tanto ver a las personas con tapabocas que hasta viendo películas el subconsciente me engaña y pienso “ve y este porque no tiene tapabocas” hasta que caigo en la cuenta de que son películas y me da risa porque al principio, recién llegado el virus a Colombia, tuve que salir a hacer unas diligencias y la experiencia de tener algo tapándome la boca y la nariz me parecía sofocante, me subí al bus y lloré, disimuladamente, obvio, y de forma silenciosa, pidiendo con todas mis fuerzas a la vida que por favor eso no fuera verdad. Pero como ya lo he repetido, sí que era verdad y qué realidad tan dura.

Y aquí seguimos, van 7 meses de pandemia, con más dudas que respuestas, con más miedos que certezas. Porque no sabemos qué nos deparará el futuro ¿un rebrote, una normalidad a medias, dos años encerrados, una nueva ola de desempleo? No hay quien nos dé respuesta.

A pesar de que el Covid-19 llegó inesperadamente, dejándonos sin empleo, viviendo con miedo y siendo testigos de muchas muertes, en mi hogar aprendimos el valor de la unión familiar, que a pesar de que el dinero es necesario, es más necesaria la unión y aprender a convivir, a cuidarnos, a velar por el bienestar de los demás. Por ahora, queda la larga espera del futuro incierto, el no saber cuándo pasará todo esto.

Manuela Quintero Pérez

Estudiante de sexto semestre de periodismo de la Universidad de Antioquia.

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