En 1773 la zarina Catalina II de Rusia (Catalina la Grande) se enfrentó a una revolución de cosacos, siervos fugitivos, campesinos, basquirios, calmucos y grupos tribales minoritarios descontentos con el orden social existente. Dicha revuelta fue liderada por Don Yemelián Pugachov, un cosaco desertor del ejército que se hizo pasar por el zar Pedro III, difunto esposo de Catalina II y quien perdió el poder a través de un golpe de Estado y luego fue asesinado por quienes organizaron el cambio de poder a favor de su esposa, para lograr aglomerar el descontento de todos a través de una sola causa: alcanzar el poder para acabar con la servidumbre y los privilegios de la nobleza.
Esta revuelta llegó a estar formada por una hueste de hasta 20.000 soldados armados con guadañas, hachas, horcas y una que otra espada y lanza. También utilizaron el bloqueo como instrumento de guerra, logrando tomarse Oremburgo al someterlos al hambre, lo cual siempre fue un arma efectiva para obligar la rendición de las ciudades más fortificadas. De no ser derrotado allí meses después, hubieran llegado hasta Moscú y el impacto de tal hazaña sólo puede suponerse.
Tal revuelta tiene muchos parecidos con lo que actualmente vive Colombia. Al principio no se le prestó mucha atención al asunto y se asumió como un problema local, luego se quiso intervenir con un envío pequeño de fuerzas militares para aplacar la rebelión, hasta que se dieron cuenta que se trataba de una revolución nacional de gran envergadura.
Lo primero que pensó la zarina era que había alguna potencia extranjera detrás de la revuelta, ya fuese Turquía (con quien estaba en guerra en ese momento), Francia o Austria. En términos de hoy se traduciría como creer que el estallido social actual está orquestado por Álvaro Uribe, Gustavo Petro, el ELN, las FARC, el Foro de Sao Paulo, la izquierda, y cuanto sofisma más se puedan inventar.
Catalina II recurrió al general Alexandr Bíbikov para que acabara con la revuelta e investigara el por qué de la misma. En un informe enviado antes de su muerte (murió de una fiebre después de derrotar a Pugachov), el general le había dejado claro a la zarina que no había ninguna señal o evidencia que diera a entender que la revuelta estaba patrocinada por alguna potencia extranjera enemiga. A su entender: “no cabía tener miedo a Pugachov como individuo, sino como símbolo de descontento popular generalizado”.
La misma zarina era consciente de tal descontento. Años antes, en 1767, había intentado introducir la Nakaz, una especie de nueva constitución, la cual, de haberse implementado, hubiera transformado la sociedad rusa, pues intentaba ponerle fin a la institución de la servidumbre. En pro de su discusión, convocó representantes de todas las clases sociales (aristocracia, comerciantes, campesinos libres y clero), etnias y religiones para pactar un nuevo contrato social. Tal empresa no fue posible porque mientras “Catalina miraba a Montesquieu, los aristócratas no deseaban sino ver confirmados y aun ampliados su posición y sus privilegios, y el campesinado quería restituidas las vallas dañadas, las cosechas pisoteadas y la leña talada de forma ilegal”. Es decir, se encontró con la codicia de los aristócratas que reclamaban más privilegios, el deseo de los comerciantes de entrar al club de los aristócratas y unos campesinos analfabetas que no concebían otras preocupaciones más allá del terruño en el que labraban.
Vale la pena traer al presente algunas de las discusiones y argumentos que se dieron en las asambleas que se llevaron a cabo. Por un lado, la nobleza se quejaba de la ignorancia de los campesinos, de su falta de educación y comprensión de los asuntos de Estado, además de su pereza y desidia al trabajo. Argumento parecido al que se utiliza hoy en día al decir que aquellos que protestan ni siquiera saben del por qué están protestando, además de que son pobres porque son vagos. Un noble liberal de aquella época respondió a este cuestionamiento diciendo: “¿cómo queréis que sean virtuosos cuando se les priva de todos los medios necesarios para serlo?”.
Por otra parte, el príncipe Alexandr Sumarókov argüía que “si liberásemos a los siervos, los nobles no tendrían cocinero ni cochero ni lacayo: sus cocineros o peluqueros cualificados correrían a buscar una ocupación mejor pagada y habría disturbios constantes que exigirían recurrir a la fuerza militar, mientras que en el presente los terratenientes viven pacíficamente en sus haciendas”. Argumento comparable a decir que los privilegios tributarios y las políticas económicas dirigidas hacia los más ricos permiten que se viva pacíficamente entre la clase privilegiada. Un equilibrio económico que irrigará bienestar, tarde o temprano, hacia los más desventajados.
Incluso en aquella época ya se abogaba para que la discusión se mantuviera netamente en términos económicos, bajo el pretexto de que la institución de la servidumbre era “esencial para el abastecimiento y el dominio de la mano de obra”. Tal petición buscaba obnubilar las cuestiones éticas acerca de la distribución, la inequidad y los choques de valores subyacentes de la diferenciación social imperante. Tal cual como hoy en día se hace al cubrir con el manto del “tecnicismo” las decisiones sobre política pública.
Por otro lado, la zarina advertía que “tal vez no sea posible la emancipación general de este yugo insoportable y atroz…pero si no logramos un acuerdo referente a la disminución de la crueldad y la mejora de tan intolerable situación para la especie humana, serán ellos quienes, más tarde o más temprano, acabarán por hacerse con ella”. Vaticinio que se hizo realidad un siglo después con la revolución de 1905, cuando se implementó la Duma parlamentaria, y luego con la Revolución Rusa de 1917 y el fin del zarismo.
Obviamente Catalina II en sus intervenciones públicas se refería a los manifestantes con términos tales como “una tropa de vagabundos”, “turba de bandidos”, “esta gentuza”, “sinvergüenzas” y “banda de asaltadores” que afectan la tranquilidad de “nuestros fieles súbditos” y “no brindan ni gloria ni provecho a Rusia”. Hoy en día se traduciría en vándalos que afectan la tranquilidad de la “gente de bien” y contrarrestan el crecimiento económico afectando el empleo y la productividad.
A pesar de sus intervenciones públicas, desde años antes, la zarina ya sabía que la institución de la servidumbre, que en este escrito se relaciona con la pobreza, pero que también puede asociarse con el nepotismo y la inequidad, se convertiría en un problema que tarde o temprano iba a estallar. Pugachov fue solo la persona que prendió la chispa del descontento que ya existía entre los cosacos del Yaik, los pueblos tribales y los siervos, así como la reforma tributaria lo fue en el caso de Colombia.
Sin embargo, a pesar de su conciencia acerca del problema, la zarina no pudo hacer nada para cambiar las instituciones que mantenían tal status quo, puesto que la codicia de los privilegiados no tenían límite, la inercia institucional imperante era muy difícil de cambiar, además de que ella le debía el trono a esa nobleza terca y obtusa que no estaba dispuesta a ceder un ápice de sus privilegios. Algo muy parecido a lo que sucede con las élites, las oligarquías, el congreso y el gobierno Colombiano. Lastimosamente hasta un autócrata como Catalina la Grande no podía hacer caso omiso de las opiniones de aquellos cuyo apoyo necesitaba para mantenerse en el poder, tal cual como ocurre hoy en las democracias contemporáneas con los gobiernos corporativistas que llegan al poder debiendo favores a las élites que los pusieron allí.
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