Un grupo de señores mayores de 70 años presentó una tutela contra un decreto del Gobierno que limitaba la circulación de las personas pertenecientes a ese grupo etario, en razón del mayor riesgo de contagio del COVID 19 y del mayor grado de letalidad del virus entre ellas. Los demandantes alegaban la violación de sus derechos a la igualdad, a la libre locomoción y al libre desarrollo de la personalidad. El juez 61 de Bogotá concedió la tutela.
La decadencia de nuestro sistema judicial es tan abismal que no es difícil encontrar un juez venal, politizado, ignorante o estúpido para fallar favorablemente, por disparatada que sea, cualquier tutela que se someta a su consideración. Por la increíble incoherencia de su forma de razonar, el juez 61 califica holgadamente en la última categoría.
El hombre admite que está probado empíricamente que los mayores de 70 son más propensos a contagiarse y que en ellos el contagio es más letal. De esto, cualquiera en sus cabales, concluiría que este grupo etario para poder recibir en última instancia un trato igual – igual protección de su salud – debe recibir un tratamiento diferente en términos de las acciones prácticas para combatir la enfermedad. Un experimento mental sencillo permite poner en evidencia el despropósito del juez y de los demandantes.
Supongamos que aparece una vacuna o tratamiento para combatir la enfermedad, del que se disponen, inicialmente, cantidades limitadas. Dado el hecho de que los mayores de 70 son los más expuestos, el Gobierno decide que se les suministre a ellos el remedio de forma prioritaria. Creo que los demás ciudadanos encontrarían razonable esa decisión y dudo de que los tutelantes corrieran ante un juez para que les protegiera su derecho a la igualdad. Un trato diferente, dispensado a ciertas personas en atención a circunstancias específicas claramente evidenciadas, no es la misma cosa que un trato desigual, como malentienden el juez y los setentones rebeldes.
Los setentones rebeldes hablan de que las restricciones a su movilidad les impiden el “libre desarrollo de su personalidad”. Creo que fue Carlos Gaviria quien por primera vez utilizó esa expresión para referirse a la supuesta libertad que tendría un imbécil sumido en las drogas de continuar consumiéndolas hasta destrozar por completo su salud y su mente. En el caso de los setentones, el tal desarrollo libre de la personalidad, debe ser equivalente a la “libertad” de salir a las calles a buscar el contagio, enfermar y eventualmente morir.
Es evidente que los setentones son libres de buscar la enfermedad y eventualmente la muerte, si así lo desean, en la comodidad de sus casas, sin exponer el bienestar de los demás ciudadanos. Porque resulta que lo del Covid 19 no es un asunto privado sino un grave problema de salud pública que concierne a toda sociedad. Al exponerse al contagio, los setentones ponen en riesgo a los demás ciudadanos de muchas formas, ocupando, por ejemplo, una UCI que podría estar libre si ellos hubiesen actuado con más prudencia.
El hecho que más llama la atención en este penoso asunto es que los demandantes son destacadas figuras públicas, como los señores Humberto de la Calle, Rudolf Hommes y Maurice Armitage. Vergüenza debería darles, habría dicho mi difunta madre, tan viejos y salir con esa pendejada. Y tendría toda la razón.
Aunque revestida de la retórica de la igualdad ante la ley, la de los setentones no es la actitud respetuosa de la ley de un individuo que sabe igual a todos los demás, sino la actitud soberbia de un personaje que se presume diferente de todos, se cree merecedor de un trato especial y piensa que las leyes generales están bien para los demás, pero no para él que requiere una a su medida. En apariencia semejantes, individualismo y personalismo no son la misma cosa: el primero es sencillez republicana, el segundo altanería aristocrática.
A pesar de revestir la forma de un trámite judicial, la actitud de los Setentones Rebeldes no difiere en el fondo en nada de la de las personas sencillas que, agobiadas por el encierro, violan la cuarentena para visitar a sus familiares o, incluso, irse de parranda. El comportamiento de las gentes sencillas, aunque incorrecto, es comprensible; el de los Setentones, no, porque ellos están obligados a dar buen ejemplo a la sociedad que tantos honores les ha dispensado.
Ya era hora de que los Setentones – tan celosos de sus libertades personales que no individuales- entendieran que la libertad es también el acatamiento dócil de las normas justas y bien intencionadas, sobre todo de aquellas que nos causan incomodidad y contrarían nuestros gustos. ¡Valiente gracia acatar una norma que te gusta o te favorece!
Rebeldes Setentones: respeten la ley, sean buenos ciudadanos, den buen ejemplo, quédense en la casa y no jodan más.
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