El problema del COVID-19 no solo transita entre la economía y la salud, la pandemia trae consigo un peligroso hecho subjetivo: pensar que en la “normalidad” estábamos mejor. El peligro político que arrastramos hoy es desear la normalidad y sus repartos desiguales, injustos y arbitrarios, como el gran acontecimiento que dota de sentido nuestra espera.
“Es estupendo o estúpido tomarse la vida en serio… debemos profesar la religión de la desesperación”.
Flaubert
“No hay tiempo para la espera”
Deleuze
Para detener el virus se ha recluido a la población. La sociedad cansada y acelerada que se consumía a sí misma en ciclos de actividades laborales, educativas y de ocio tuvo que cerrar. El estado de cansancio absoluto fue cambiado por un estado de expectación absoluta y, mientras allá afuera los discursos institucionales se ven rebasados y el sistema económico deja de funcionar —simplemente, porque no hay trabajadores explotados que lo sostengan—, los políticos dejan su lugar a los expertos y la maquinaria del mundo parece colapsar. Dentro de nosotros, en la intimidad, en la subjetividad misma que nos hace ser, pensar, decir y sentir, comienza una batalla que puede ser el final de nuestros días. Si comenzamos a idolatrar a la normalidad y a esperar su llegada como el gran acontecimiento, tendremos asegurada una derrota eterna.
La pandemia —como una mirilla sofisticada del mundo social— nos hizo ver que las clases sociales tienen más vigencia explicativa. Mientras que los pobres necesitan entregar su vida y salud para no morir de hambre, los ricos se entregan a la creatividad. Mientras las clases populares se entregan a las necesidades materiales indispensables como la comida o el techo, las clases privilegiadas se permiten encontrar nuevos flujos de entretenimiento. Mientras algunos esperan en un cuarto propio, otros, como en Los hijos de Sánchez, viven cuatro en un solo cuarto. Ya lo sabíamos, pero la pandemia nos hizo el favor de recordarlo: mientras unos viven, otros sobreviven.
El problema es mayor porque sin importar la clase social el movimiento subjetivo de esperar trae una consecuencia dañina: sacralizar la normalidad como una condición de posibilidad de existencia mejor a la que tenemos hoy recluidos. Desear la normalidad la despolitiza y la convierte en ese acontecimiento que esperamos vivir; ese paraíso, esa gran noche. La normalidad deja de tener sus tensiones y problemas porque se mira como el paisaje al que todos queremos llegar; la normalidad se idealiza y pasa de los códigos de la realidad a los códigos de lo imaginario.
Nos despertamos un día en una novela de Kafka: recluidos sin saber muy bien el porqué, en nuestro hogar-mundo y envueltos en un sinfín de burocracias para atacar a un enemigo que no se ve, pero que, al parecer, es un asesino letal.
Contra la normalidad y la espera
Defino a la espera como el tránsito entre dos acontecimientos, con la particularidad de que el acontecimiento que termina con la espera no depende de nuestra voluntad y, por esto, la espera, siguiendo a Bergson, es una duración. Esperar el amor de la vida, esperar las vacaciones, esperar la gran oportunidad, esperar la pensión, esperar el porvenir, esperar un aumento, todas las esperas se detuvieron y, con ello, el acontecimiento que rompe con la espera se convirtió en uno solo: la normalidad.
En estos tiempos que todos quieren ver al futuro vale la pena mirar al pasado; hacer memoria, darle un valor de uso a los recuerdos. Antes de que el COVID fuera de escala mundial, los dueños de la normalidad tenían un problema: en Chile, España, Hong Kong, y después en otros lugares, las personas se habían cansado de esperar y tenían a la normalidad, por lo menos regionalmente, localizada contra las cuerdas.
Gilles Deleuze y Guattari en su libro el Anti-Edipo mencionan dos figuras del pensamiento que sirven para explicar lo que pasaba antes del virus. Esas figuras son los estratos y las líneas de fuga. Los dueños de la normalidad querían construir con el malestar de la gente un nuevo estrato: iniciativas ciudadanas, cambiar algunas leyes económicas, modificar reglamentos y poco más. Para los dueños de la normalidad los juegos de la estructura política tenian que seguir referenciándose en ellos.
La gente, al contrario, quería una línea de fuga o, mejor dicho, la gente misma se convirtió en línea de fuga. En sus encuentros en las calles, con sus gestos y sus tiempos compartidos se trasladaron hacía otro tipo de hechos y experiencias; los juegos y sus relaciones no necesitaban al Estado para referenciarse, incluso el Estado (el mayor de los estratos) era uno de los enemigos.
La normalidad buscaba atrapar a los cuerpos en sus discursos e imponerles sus repartos y ordenamientos negociando la creación de un nuevo estrato. La gente no quería un nuevo estrato, no quería más políticas afirmativas de la pobreza, no más violencia sistemática contra las mujeres ni pagar la crisis a cuotas. La gente no quería miserias, la gente lo que buscaba era un desmantelamiento de la normalidad. Si los estratos buscan planos de consistencia, las líneas de fuga buscan escapar, devenir y desbordar.
La cuestión es que en tiempos de pandemia esperar a la normalidad es olvidarse de las líneas de fuga. En este sentido, la frase del Comité Invisible nos puede orientar:
“Esperar es declararse por adelantado sin influencia sobre aquello de lo que, no obstante, uno espera algo. Es mantenerse al margen del proceso para no tener que asumir el resultado. Es querer que las cosas sean de otra manera sin querer los medios para cambiarlas”.
Imaginar a la normalidad como el gran acontecimiento es encarnar al condenado pidiéndole piedad al verdugo. Si esperamos a la normalidad llegará y, con ello, las injusticias que la constituyen. Las políticas de la espera quieren construir un régimen de sujetos que sean expectantes de su realidad, que la vean y sientan que no pueden interferir en ella, y tendrán más cobertura si en las distintas geografías y calendarios se añora, sueña y echa de menos a la normalidad.
Si deseamos a la normalidad también estamos deseando sus repartos: el machismo, el neoliberalismo, la desigualdad social. Si deseamos la normalidad también estamos deseando sus discursos contra los migrantes, contra los pobres, contra los modos de expresión del género y, en realidad, estamos construyendo, en la idea de Rancière, un policía dentro de nosotros.
Desesperarse está bien
La única manera de combatir la espera es perder la esperanza. Desesperarse, a diferencia de esperar, es decidir. Los desesperados son aquellos que no encuentran un lugar, que no tienen un espacio y deciden irritar todo a su paso hasta que existan condiciones que les permitan estar. Desesperarse es político porque en la desesperación somos ingobernables.
La política moderna gobierna porque promete futuros y los desesperados no tienen futuro: sospechan de la normalidad y sus constantes promesas. El ejercicio filosófico sobre la desesperación es más sencillo. Kierkegaard en su texto La enfermedad mortal dice: “Si la desesperación fuese capaz de destruir nuestra alma, entonces no existiría en modo alguno”. Desesperarse es desertar de las esperanzas, levantarse y decir: no queremos volver a esa normalidad.
Puede pensarse que adaptativamente desesperarse no es bueno, tal vez fisiológicamente no, pero tampoco fisiológicamente es bueno esperar. Nuestro cuerpo está hecho para actuar en vigilia, esperar es dormir en vida, cambiar abruptamente la realidad de nuestros ciclos.
Desesperarse puede traer buenas consecuencias, por ejemplo Kant, según Thomas de Quincey, era un desesperado de primera. No concebía la idea de esperar a sus invitados para tomar el alimento ni mucho menos esperar a que el café se enfriara: “Un minuto, o sin exagerar, un espacio de tiempo aún más corto, tenía en su aprehensión (en la de Kant) una duración excesiva”. El padre del tiempo era una persona que ante la más mínima imposición de un plazo se rebelaba y, tal vez, esa es su mejor enseñanza sobre el tiempo: racionalizar el tiempo no impide su ruptura.
Producir desesperación
Hoy la pandemia nos está imponiendo plazos que no podemos modificar, pero lo que sí podemos hacer es producir desesperación. El problema actual que tenemos no es solo cuidarnos en nuestra salud, sino cuidar lo que deseamos, liberar en la esfera pública el malestar que con tanto empeño hemos construido por tantos años de aplazamientos.
El menú es variado; tenemos motivos para desesperarnos. La desesperación es una espontaneidad que rompe con los ciclos de la espera: ni cada cuatro ni cada seis años ni con iniciativas ciudadanas o en referéndums, no más estratos. Para una nueva filosofía política debemos ahogar los significantes vacíos y entregarnos a las líneas de fuga, para acabar con la espera debemos desesperarnos colectivamente.
Žižek habla de la utopía en acción, que no es un imaginario del futuro en el vacío, es la puesta en acto del futuro deseado en las condiciones particulares del presente. La desesperación es eso, un conjunto de particularidades situadas en una sensación compartida. Desesperarse es tener un motivo compartido de irritación; no es jugar con las apariencias ni edificar falsas enunciaciones momentáneas que se convierten en partidos políticos (un estrato más).
Los desesperados comparten su bilis, el sentir del cuerpo y su pesimismo; saben que su único coraje está en la desesperanza. ¿Cómo no desesperarnos si todos los días hay una nueva espera? Es obvio que la desesperación de la que hablo no es una sensación individual, psicológica y cognitiva, es una experiencia compartida, una muchedumbre de sensaciones que superan las intenciones de uno o dos sujetos. La desesperación es una imagen del tiempo que articula el desarrollo de las potencias de cambio, si algo sé y lo repito, es que un desesperado es imposible de gobernar. En la desesperación somos desobedientes, los desesperados no deseamos la normalidad y eso, por lo menos, es una forma de resistencia posible en la reclusión.
Muy bien JP, piensas en profesional y puedo sugerirte un artículo para nosotros aquí en nuestro periódico acerca de la minería aquí que está comprando a todos para ganarse una licencia y dejarnos enorme hueco físico y social. Saludos