La incertidumbre no es una falla en la «matrix»

“¿Cómo vivir en un mundo donde la incertidumbre profunda no es un error,

sino una característica?”

Harari.


 Estamos atravesados por la incertidumbre. Los tiempos actuales con sus azarosos cambios, la pandemia, las mutaciones económicas, la velocidad con que ocurren los progresos tecnológicos, han hecho realidad la frase de Marx según la cual “todo lo sólido se desvanece en el aire”. El resultado: es la pérdida de seguridad vital. ¿Qué es la incertidumbre, cómo valorarla y cómo hacerle frente? En este artículo tratamos de responder estas preguntas.


La verdad, en el sentido clásico, se ha considerado como una adecuación entre el intelecto y la cosa, más precisamente, entre el juicio que hago de una cosa y lo que esta cosa es. En latín se solía decir que la verdad era una “adaequatio intellectus ad rem” que en términos actuales podemos enunciar como “la verdad del discurso se define, pues, como adecuación del discurso a la cosa”. De tal manera que si digo “la tierra es plana”, estoy haciendo un juicio sobre “la tierra”. Y este juicio es, desde luego, falso, porque es redonda, achatada en los polos. O lo que es lo mismo: lo que digo de la tierra no se corresponden o adecúa con lo que la tierra es. También la verdad ha sido considerada como des-ocultación, desvelamiento, o sacar a la luz lo que estaba tapado, escondido, lo que no aparecía de manera clara.

Desde el siglo XVII, el famoso filosofo René Descartes asimiló verdad con certeza, en el sentido de que lo cierto era aquello que aparecía claro y distinto, es decir, sin que se confundiera con otra cosa. La verdad tenía que ser evidente, y evidente, es aquello que, como se dice coloquialmente, “salta a la vista”, se impone sin necesidad de mayores disquisiciones. Por eso para Descartes era evidente que: “pienso, luego existo”. O lo que es lo mismo: si pienso es porque existo. De hecho, muchos dijeron después: “siento”, luego también existo. Entonces, esta era una verdad obvia, de Perogrullo, accesible a todos, y quien la decía podía tener plena certeza de que estaba diciendo algo verdadero.

Si nos fijamos bien, “tener plena certeza” denota el “estado supremo de seguridad o de firmeza con que asentimos a la verdad de un juicio”, o de algo que decimos sobre las cosas. Es, para decirlo de otra forma, “el grado máximo de adhesión que la mente presenta respecto de sus propios contenidos […] cuando ha descartado de estos cualquier género de duda. En este sentido certeza es siempre la propiedad de un sujeto en relación con sus creencias”. Volviendo al ejemplo: “pienso luego existo” es una de esas verdades que queda “a salvo de toda incertidumbre”.  La certeza tiene que ver, entonces, con la seguridad subjetiva que tengo sobre la verdad de algo. Si no poseo esa seguridad subjetiva caeré en la incertidumbre, en lo incierto, en el escepticismo.

De ahí que después de estos rodeos por los conceptos de verdad y de certeza, podemos definir la incertidumbre como “ausencia de verdades”, falta de seguridad subjetiva sobre lo que son las cosas, ausencia de convicciones definitivas, falta de confianza en las creencias que se tienen; o de forma más obvia: “falta de certidumbre”.

Ahora, ¿cómo podemos valorar la incertidumbre? Preguntémonos de entrada: ¿es esta negativa? La respuesta es no, pues resulta bastante saludable perder las certezas habituales que tenemos, entrar en tensión con el mundo en que vivimos y despojarse de las seguridades. De hecho, es la pérdida de certidumbres lo que hace avanzar al hombre y a la ciencia históricamente. Esos hombres del siglo XVI, cuando se volvieron escépticos porque su cosmovisión o manera de aprehender el mundo estaba errada, y éste no era lo que ellos pensaban, tuvieron que salir en la búsqueda de nuevas seguridades. Desde el punto de vista psicológico, el hombre necesita seguridad, un horizonte claro hacia dónde dirigirse. De tal manera que cuando sus convicciones se ponen en duda, tiene que salir de sí mismo e intentar buscar nuevas respuestas, buscar nuevas rutas. La incertidumbre en la cual caemos nos obliga a avanzar, a explorar, a dejar la comodidad habitual y nos empuja a buscar nuevos puntos de referencia para poder conocer, para poder vivir. Tal vez sin esas incertidumbres del siglo XVI, no hubiera nacido la revolución científica del siglo XVII, y no hubiera sido posible un Galileo, un Newton. Frente al sentimiento de inseguridad que se generó en esa época, el hombre tuvo que inventar el método científico, y reglar la experiencia, para embarcarse en la búsqueda de las leyes del universo, de la naturaleza. A esas transformaciones debemos el desarrollo técnico-científico de la modernidad.

Como seres humanos, debemos ser conscientes de que la incertidumbre nos atraviesa, nos cerca, nos acecha siempre. La historia misma es maestra, decía Maquiavelo, y ella nos enseña que nada es definitivo, todo cambia, que las cosas que considerábamos inamovibles se transforman, mutan. El mundo y la realidad humana es un devenir permanente. Las mismas formas de vida nacen y perecen; las que considerábamos muy fijas, pueden llegar a esfumarse. Por ejemplo, ningún campesino del siglo XI pensaba que el mundo en el cual vivía, donde Dios lo había puesto a cumplir una función determinada en la sociedad medieval, cambiaría tan sólo unos siglos después. De tal manera que es saludable tener presente que la vida, o mejor, que todo está atravesado por el azar, la casualidad; es saludable ser consciente de que aquello que llamamos verdad es histórico y que lo que es verdadero hoy, tal vez ya no lo sea mañana; igualmente, que esas creencias en las que vivimos o moramos, como decía Ortega y Gasset, son históricas y hasta pasajeras: si en el siglo XVII se consideraba que el hombre debía dominar la naturaleza y establecer “el imperio humano sobre el universo” como decía Francis Bacon, hoy sabemos que debemos crear una nueva racionalidad científica para no dañar la naturaleza, para no suicidarnos y desembocar como especie en un desierto superpoblado como en las películas de ficción. De tal manera que: “no hay que […] lagrimar demasiado sobre la mudanza de todo lo humano”. La vida es una novela que se escribe y se re-escribe todos los días. Es esto los que nos salva del tedio y hasta del aburrimiento.

La incertidumbre tiene otras ventajas que es necesario poner de presente: se convierte en una vacuna contra el dogmatismo y el fanatismo. El dogmatismo puede ser considerado como la doctrina que santifica las “verdades fijas”. Es amigo de actitudes tan nocivas como la personalidad autoritaria, el absolutismo de las ideas y la intolerancia. El dogmatismo no admite la diferencia, la divergencia, el pluralismo. El dogmático carece de dudas, y abunda en convicciones; es corto de miras y amplio de prejuicios; es rico en certezas incuestionables y pobre en apertura intelectual y espiritual. La persona dogmática, al ser inmune a la incertidumbre, al privilegiar de manera absoluta sus propias seguridades, se encierra en su castillo de certezas y no se abre al otro, a la alteridad. Es enemigo de la co-existencia y de la sana convivencia entre las personas. O, mejor, el dogmatismo como sistema cerrado de ideas es contrario a la pluralidad de cosmovisiones e imaginarios sociales. Es un peligro para la democracia.

Tratemos, ahora, de responder la última cuestión: ¿cómo hacer frente a la incertidumbre?, ¿cómo encararla? Para responder debemos aceptar que la incertidumbre llegó para quedarse. No es una anomalía en la matriz, sino como dice Harari, es una característica de la época. Desde luego, siempre ha existido un grado de incertidumbre en la historia, pues ésta no es un reloj programado, que funciona mecánicamente. No. La historia es producto de la actividad práctica humana, es hija de sus intereses, proyectos, desvaríos, locuras…de sus pasiones. Por eso, no es posible hablar de un fin de la historia, pues mientras haya hombres ésta seguirá su curso. O, para decirlo de otra manera: donde no hay hombres no hay historia. Ahora, si la incertidumbre no se puede eliminar, lo peor que podemos hacer es darle la espalda. Aquí no es posible el negacionismo tan de moda por estos días. Negar la realidad es la forma de hacerse más vulnerable ante ella, es la peor manera de enfrentarla. De lo que se trata, entonces, es de aprender de ella, convivir con ella, existir en medio de o entre ella. Este es un buen consejo para la actualidad, para los colombianos. Si vivimos en un sistema-mundo -como decía Inmanuel Wallerstein- interconectado, unido, sometido a un destino común, la mejor forma de aprender a vivir juntos, y de prepararnos para el futuro, es tener los sentidos bien abiertos, y la razón reflexiva bien atenta, para enfrentar estos tiempos de incertidumbre.

Si bien es cierto que “el problema contemporáneo más siniestro y penoso puede expresarse más precisamente por medio del término “Unsicherheit”, la palabra alemana que fusiona otras tres en español: incertidumbre, inseguridad y desprotección”, lo cierto es que entregarse a ella, caer en la inacción, el conformismo, la indiferencia, se convierte en un “poderosísimo impedimento para instrumentar remedios colectivos”, como piensa Z. Bauman.  De aquí se infiere, desde luego, que la canalización de la omnipresente incertidumbre sólo es posible mediante la acción concertada. Por eso: “Las personas que se sienten inseguras, las personas preocupadas por lo que puede deparar el futuro y que temen por su seguridad, no son verdaderamente libres para enfrentar los riesgos que exige una acción colectiva. Carecen del valor necesario para intentarlo y del tiempo necesario para imaginar alternativas de convivencia; y están demasiado preocupadas con tareas que no pueden pensar en conjunto, a las que no pueden dedicar su energía, y que sólo pueden emprenderse colectivamente”, Sostiene el citado Bauman.

Esto no quiere decir que haya que ignorar la incertidumbre, como ya se advirtió, sino de asumirla adecuadamente. Ya no de manera individual, como se suela aconsejar. Aquí no sirve los llamados a luchar contra la inseguridad del futuro acudiendo al egoísmo, al heroísmo individual, a la inversión permanente y solipsista en el “sí mismo”; no se trata del utilitario llamado a ser “empresarios de nuestra propia vida”, de concebirnos como capital y empresa para hacer frente a la precarización existencial. No. Se trata de emprendimientos colectivos, colaborativos, intersubjetivos, orientados por objetivos comunes que a la vez generan identidad colectiva, y ensamble de afectos. Es formando red de solidaridades afectivas como las fuerzas confluyen, como el deseo y los afectos movilizan. Se trata de vivir-con, pensar-con, imaginar con-los otros, priorizando las necesidades, articulando las demandas, para apostarle con decisión a una utopía colectiva y forjar así un buen vivir.

Damián Pachón Soto

Profesor Escuela de Trabajo Social, Universidad Industrial de Santander. Ha sido profesor invitado en varias universidades nacionales y extranjeras, ente ellas, la Universidad Nacional de Colombia, La Universidad de Antioquia, El Instituto Cervantes de Tokio, La Universidad de Nanzan en Nagoya y la Universidad de Estudios Extranjeros de Kobe en Japón. Autor de varios libros, entre ellos: Estudios sobre el pensamiento colombiano, Vol.1, Estudios sobre el pensamiento filosófico latinoamericano, Preludios filosóficos a otro mundo posible, Crítica, psicoanálisis y emancipación. El pensamiento político de Herbert Marcuse (2a ed.).

Comentar

Clic aquí para comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.