Todas las encuestas, sin importar su origen o filiación política, tienen un factor común: Iván Duque es el candidato que tiene fijo su paso a segunda vuelta. De ahí en adelante, todas las combinaciones posibles indican con quién y cómo serían los ajustes en segunda vuelta. Iván Duque es el candidato más opcionado para tomar la presidencia este 7 de agosto.
Eso no significa necesariamente que tenga más experiencia política que Vargas Lleras; ni más coherencia que Petro o más encanto mediático que Fajardo. Tampoco significa que tenga buenas propuestas, ni liderazgo. Quizá sea importante destacar que es el ahijado electoral del expresidente Uribe. Pero ahí no radica el éxito de su candidatura; pues a decir verdad, Uribe es un fenómeno electoral que solo se basta a sí mismo. Sus padrinazgos han sido más bien desastrosos; y sus elegidos, siempre resultan ser, bajo su sombra, una lamentable caricatura mal representada.
Iván Duque es un hombre joven y bien formado. Con maquinaria política suficiente para llegar hasta segunda vuelta y ganarla. Con ganas de hacer cosas y aprovechar la presidencia para pagar la hipoteca electoral que le ha traído hasta la dulce ilusión se sustituir a Santos. El éxito de Iván Duque en las encuestas radica en que él encarna el sentimiento de un pueblo que todavía se concibe a sí mismo en guerra. Un pueblo que no tiene esperanza y le invade el miedo.
Esta guerra nuestra ha dejado miles de víctimas en todas las direcciones. Ha significado sangre y venganza. Llanto y dolor. Nos ha partido como sociedad en mil pedazos. Pero además de todos los efectos militares y físicos, nos ha dejado un lastre emocional agudo que se refleja en la incapacidad de apostarle a un proyecto cívico que nos permita vivir más allá del plomo y los cañones.
La vida en la guerra nos ha invertido los papeles. Nos ha limitado la visión y nos ha llevado a leer como fracaso una salida negociada. A quien negocia como traidor y a quien se opone como redentor. A las Farc había que acabarlas. Y eso fue lo que se hizo. Pero no ha sido suficiente. Primero, porque no se cree que se las haya acabado. Y segundo, porque esa no era la forma en que se quería que acabaran. Un pueblo en guerra esperaba al Secretariado colgado de un árbol, acribillado en el monte o envenenados en La Habana.
Sin compasión y sin diálogos, la fuerza es el único escudo. En esa condición de fuerza y de negación para que Colombia sea otra, se erigen los vencedores del No en el Plebiscito. En esa condición del No es más fácil hacer política y liderar las encuestas.