La escritura como écfrasis

«Quien escribe, quien investiga para escribir un cuento —no ya una novela—, va armando el rompecabezas de las escenas sin palabras, y luego, cuando pone su trasero en la silla —Balzac— para mortificarse con la transcripción verbal de esa imagen, la desmenuzada de sus acciones, colores y sutilezas a la página, utiliza las palabras, sus palabras».


Eduardo Caballero Calderón afirmaba, en su libro de «memorias» —encajar su obra en un subgénero narrativo es una audacia que no me atrevo cometer— Hablamientos y pensadurías, que antes de pensar una novela en palabras, verbalmente, la pensaba en imágenes, como el cine mudo, viendo a sus actores decir con las manos y los gestos. Y que el proceso más tortuoso, demandante y harto, era describir esas imágenes en la página, verbalizar el pensamiento en palabra escrita o, por lo menos, en palabra oral.

Viendo las cosas, a juzgar por su experiencia, puede tener razón. Incluso, la lectura de un novelista, por ejemplo, nos da las imágenes de una novela, en un proceso contrario al écfrasis (que es volver palabra la imagen —cuadro, pantalla, recuerdo, anécdota, postal, espejo, visión…—), de llevar la palabra a la imagen, coserla con estas y el hilo argumental. Pero centrémonos en el escritor y no en el lector. Quien escribe, quien investiga para escribir un cuento —no ya una novela—, va armando el rompecabezas de los actos sin palabras, y luego, cuando pone su trasero en la silla —Balzac— para mortificarse con la transcripción verbal de esa imagen, la desmenuzada de sus acciones, colores y sutilezas a la página, utiliza las palabras, sus palabras.

Otro ejemplo: estoy en la segunda etapa (corrección) de la escritura de un cuento sobre la «muerte dulce» de una familia. Para reconstruir la idea, la imagen, el escenario de los hechos y de los actores, leía y conjugaba todo en mi cabeza, con pocas palabras y líneas para enfatizar rasgos en la libreta. Todo el montaje se hizo sin verbalizar. Luego fue otra cosa, obviamente: la división de los espacios, las características de la muerte por dióxido de carbono, los relatos de la prensa, la tarea de inquirir para no llegar con barrabasadas a la historia. Y, por último, la escritura. Sentarse, hacer malabares, barajar, guiarse por el sonido, por el sinónimo redentor, la prosodia que fluya… Escribir, ni más ni menos. Hacer verbo lo imaginado. Algo así como pintar, componer la estructura en mente, solo que con palabras, solo.

A veces, en esta lidia de la escritura por dar en el clavo (en la imagen), se opta por la abstracción, la complejidad, la maraña del lenguaje, el hermetismo: véase las profecías de Nostradamus, hombre de visiones e iluminaciones (?), que en un estilo poético ha quemado las pestañas de hermeneutas y los sesos de críticos. O explíquese, en cristiano, la cuarteta II de la centuria VIII: «Perdón y aguas y autor de Miranda / Yo veo del cielo fuego que los envuelve: / Sol Marte unido al León, después Marmanda / Rayo, gran pedrisco, muro cae en el Garona»… ¿Ah? (Parece un ejercicio surrealista de escritura automática).

Hay otros casos mejor librados —cuando el lenguaje se deja ser (no se imposibilita) por el sujeto que lo blande— de verbalizar lo visto, de inmortalizar un rayo a la lejanía de la sierra, de llover en el poema como llueve en la habitación de otoño, de crujir las maderas del desván al caer el cuerpo víctima de parricidio. Este caso es el haiku. En tres versos (cinco, siete y cinco sílabas), menos que la cuarteta del adivino, el poeta extrae la esencia de lo que ve. Aparta lo latoso y medita las pulsiones. Significa, en tres líneas, una montaña, un imperio, un jardín. Y se entiende, aunque este no sea su objetivo —si tiene objetivos.

Otro caso es el impresionismo literario: Maupassant hace sentir a uno el viento, el alba y el temblor al caminar cerca de un acantilado. Él comunica, vívidamente, el écfrasis al lector. En un doble proceso se comunican, un tanto deformadas por quien la escribe y quien la lee, el frío en los pies descalzos, la melena señalando al bosque, las criaturas despertándose a las tinieblas, el horizonte despidiendo una canción de cuna, un cuerpo contra la brisa marina. Es para leerlo. Lástima que apenas doy con la imagen. (Si vemos bien, es un intento de écfrasis mi recuerdo del écfrasis de Maupassant).

Volviendo a las memorias, a la vista del pasado con sus retoques desde el presente, ¿cuánto de lo que rescata el memorialista es primero imagen, experiencia no verbalizada, antes que escritura, palabra? El acantilado no es fortuito: está presente en mí, sigue presente en mí, aunque es pasado. Para el memorialista, lo que sigue presente en él es pasado, y lo escribe con deformidades, con lagunas, como yo recuerdo las imágenes del cuento, pero se me pasa su título, el acontecer de la historia.


Cuadro: Naturaleza muerta con perfil de Laval, Paul Gauguin, 1886

Alejandro Zapata Espinosa

Estudiante de Licenciatura en Literatura y Lengua Castellana del Tecnológico de Antioquia.

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