La desafortunada simbiosis entre justicia y conflicto

“La justicia”, esa imponente y decisiva dama que garantiza derechos, deberes y libertades, ese fin último del derecho que la humanidad ha intentado perseguir a través de su historia y por la que nos hemos interesado no solo abogados o filósofos del derecho sino todos los hombres racionales, pero a la que no hemos valorado como corresponde hacerlo; las más de las veces, la hemos ultrajado, manoseado, menospreciado y maltratado como a una cualquiera, para nuestro propio infortunio.

Desde tiempos inmemoriales se le ha dado matices divinos y místicos a la justicia, situándola, desde un contexto ritual, en un nivel superior al de los mortales, pues solo así se mantendría incólume de los vicios, la maldad, el odio y la podredumbre humana. Temis, hija de Urano y de Gea, representada como una mujer con una venda en los ojos, una espada y una balanza, es pues la deidad con la que soñamos, la que anhelamos, a la que pretendemos conquistar y no sin razón, puesto que los hombres podrán perder muchas cosas, incluso la salud o la libertad, pero sin justicia, estaría en riesgo la vida misma al caer en el abismo de la tiranía o la anarquía, extinguiéndose la sociedad en el término de su propia destrucción.

“El conflicto”, ingrediente necesario para cualquier sociedad mientras se desligue de la violencia, representa esa lucha de intereses particulares que nos caracteriza como sociedades libres y batalladoras, y, desde una valoración positiva del mismo, nos perfila hacia la superación colectiva y visibiliza el emprendimiento individual.

Un punto en el que coinciden los grandes pensadores de la filosofía política es que, como sociedades conflictivas compuestas por seres humanos que luchan por sus intereses particulares, tenemos una solución para convivir y construir civilidad a partir de la política, debido a que esta es el escenario propicio de disertación del conflicto.

Justicia y conflicto son dos caras de una misma realidad social y a su vez son dos aspectos que se contraponen, que se buscan y no se encuentran en un devenir humano que parece no permitir, desafortunadamente, la sana existencia del debate sin la necesaria aplicación objetiva de la norma.

Y es que el carácter divino, lejano de lo humano, que le hemos pretendido dar a la justicia, parece ir en contravía de nuestra propia convivencia, regida esta por nuestras oscuras miserias egoístas y la imposibilidad que tenemos para resolver de manera altruista nuestros conflictos, realidad presente en muchos países que ven como se desangran sus sociedades por el exceso de conflicto y la, no solo ausencia, sino corrupción e insensatez de la justicia.

Pero este ideal divino de justicia no debería quedarse en un discurso de las mentes antiguas más brillantes, o en una mera filosofía o en la retórica de los juristas. Es una necesidad imperiosa para las sociedades hacer tangible este valor supremo. Se hace vital para enderezar el camino de la evolución humana en su desarrollo colectivo, que la mente humana y el comportamiento de quienes están llamados a impartir justicia, no se ubique en ninguna de las partes que entran en conflicto y, por el contrario, se pose en el sitio elevado que le corresponde con la imparcialidad, razonabilidad y firmeza que exige la dignidad de su cargo.

En medio de la justicia y el conflicto, la política se abre paso como la expresión sensata que busca equilibrar estos descuidados aspectos y qué se debe pensar y hacer para que el conflicto, su pasión y consecuencias, no sea quien dirija la justicia y la justicia no sea una eterna generadora de conflicto.

En Colombia, país en el que la justicia y el conflicto son dos cosas cada vez más similares, somos testigos, desde hace varias décadas, de cómo el conflicto crece por diferentes motivos: ambición y poder por un lado e inviables condiciones de vida por el otro, y la justicia decrece, se muestra ausente y se mimetiza con el conflicto en la forma de lentitud en los procesos judiciales, parcialidad en disputas legales, corrupción de los operadores judiciales y beneficios otorgados a quienes actúan, desde el conflicto, por sus intereses personales.

De considerar la justicia como un valor divino, que está por encima de la debilidad humana, pasamos a desconfiar, y con justa causa, de fiscales, jueces, magistrados y funcionarios judiciales en general, pues, siendo ellos los llamados a no dejarse permear por el conflicto y a impartir una justicia nutrida por razonables conceptos políticos y por una ética profesional y personal que aproveche los logros positivos del conflicto y ponga en su lugar la verdad, no sólo de la norma, sino también de la sensatez humana; han sido los principales victimarios de la sagrada labor de la justicia.

¿En qué momento la justicia se volvió parte del conflicto? ¿Cómo puede suceder esto, si labor del juez está dotada de divinidad? ¿Acaso olvidaron que esta dama era una deidad? Se ha manchado el manto de esta señora por hombres que no fueron capaces de aplicar las bellas palabras del maestro Carnelutti al decir “Si los hombres, sin embargo, se encuentran en la necesidad de juzgar, deben tener al menos la conciencia de que hacen, cuando juzgan, las veces de Dios” (Carnelutti, 2019). Es evidente que no han tenido esa conciencia, puesto que han llevado a esta mujer a un lugar nauseabundo al que ya nadie se quiere acercar.

Si bien es cierto que la violencia, expresión negativa del conflicto, se ha dado como la manifestación de quienes fueron excluidos por quienes ostentaban el poder, también es cierto que este fenómeno ha sido adoptado por ambas partes; tanto de quienes conseguían asirse con el poder, como por quienes quedaban relegados del mismo; de manera que la razón por la que acudimos a la violencia, no es tanto por sentirnos excluidos en la participación política, sino además, porque tenemos una distorsión en nuestra escala de valores, que se ha transmitido por generaciones hasta nuestros días, pero, para nuestra desgracia, sin mutaciones importantes.

Es un arma doblemente punzante que la justicia no sea la solución evidente del conflicto y es desafortunado como el conflicto tiene, de un lado o del otro, a la justicia en su bolsillo. La violencia, entonces, no proviene únicamente de las partes en conflicto, sino también de la propia justica, y se convierte en un discurso a tres bandas que facilita la permanencia del conflicto.

Bibliografía

Carnelutti, F. (2019). Las miserias del proceso penal (Segunda ed.). (S. Sentís, Trad.) Bogotá: Temis.

Sebastián Arcila Pérez

Abogado Especialista en Derecho Administrativo, Derecho Operacional, Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario. Candidato a Magíster en Derecho por la Universidad Pontifica Bolivariana.
En la actualidad se desempeña como abogado litigante y consultor de empresas.

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