La deformidad que nos habita

Quien extiende los límites, construye sobre el abismo. Mientras más grande el artificio, más estruendosa la caída. Toma así justificación el punto de partida de Alexandre Jollien en “El oficio de ser hombre”: Desde la marginalidad, la incompletitud y fragilidad, entender qué es ser humano.


Estar solo o estar con los demás. Qué difícil es ser humano; qué martirio tener que vivir con aquel sentimiento de soledad, pero al mismo tiempo con el repudio hacia la presencia invasiva del otro. (Des)Afortunadamente, en tiempos contemporáneos dominamos plenamente ese paradójico hábito que ya desde Macondo hacía eco de nuestra condición. Esto es, el habitar un mundo lleno de personas donde simultáneamente se está dolorosamente solo, ensimismado por la impotencia de no poder salir de sí y con un profundo desprecio ligado a un sentimiento de huida de ellos.

El otro es insoportable desde su diferencia y la confrontación que representa su rostro, el cual, más que un amasijo de carne y piel es significación que confronta y pone bajo tela de juicio al yo y sus certezas, obligándole a dar respuesta, a decir o hacer algo. Así, uno de los grandes problemas del otro es precisamente su carácter especular, en este caso ya no desde la apariencia externa, adornada por ropajes, maquillajes y cirugías, sino a partir de nuestra sombra, lo ignorado, lo desterrado de nuestra imagen de nosotros mismos, producto de asco y vergüenza propia. No es gratuito aquel gesto que, insolente y en extremo violento, le huye ante todo al encuentro con el mendigo, el necesitado, y, sobre todo, a la diversidad funcional.

Entre más repudio nos genere un otro, hay algo cada vez más sensible y doloroso que palpita desde las entrañas. Ese monstruo tullido, de baja estatura, retrasado, y cuantas fallas se quiera ver en ellos, reflejan la imagen de nuestra interna incompletitud y finitud ignorada. Su fragilidad es la que ocultamos detrás de gigantes con pies de barro y encerramos en infames instituciones de tortura y exclusión. Nos vemos así obligados a cambiar la pregunta “¿Hasta dónde puedo llegar?”, la cual ha guiado al hombre contemporáneo hacia absurdos que abren la posibilidad cada vez más factible de mundos distópicos como el de 1984 o Terminator, por la pregunta abre la visión hacia los límites de la existencia, el borde del abismo. Un giro del punto de vista que abandone la fuerza y se centre en nuestra fragilidad. Quien extiende los límites, construye sobre el abismo. Mientras más grande el artificio, más estruendosa la caída. Toma así justificación el punto de partida de Alexandre Jollien en “El oficio de ser hombre”: Desde la marginalidad, la incompletitud y fragilidad, entender qué es ser humano.

El hombre no nace hombre, se hace hombre, nos indica Kant. Sería erróneo pensar que el ser humano es constituido por una esencia fija que lo determina como bueno o malo, sino que, más bien, habría que pensar en un amplio vacío lleno de posibilidades que, por un lado, le permiten construir y construirse y, por el otro, le amenaza con la victoria definitiva de su finitud. Ser humano es no terminar de ser humano, es un proyecto que cuando concluye, inmediatamente se destruye.

Ahora, si pensamos este vacío como la fragilidad constitutiva que nos señala Jollien, sería válido pensar que no es el que presume y se forma en la fuerza quien se constituye como humano, sino aquel que mira de frente al sufrimiento causado por su impotencia de poderlo todo y lo confronta aun sabiéndose vencido. De esta manera, la diversidad funcional se hace imagen formativa y escuela de humanidad en el momento en el que nos enseña desde la fragilidad a enfrentar el sufrimiento y el presentimiento de muerte. Así, es el “monstruo”, el “raro”, el “retrasado” o el “tullido” el verdadero proyecto de ser humano, el ejemplo de la lucha, la búsqueda de sentido al sufrimiento que nos lleva a vivir con alegría a pesar de él. Esta es la paradoja de aquel que, asumiéndose completo y “normal”, se consume por su propia ilusión de poder.

Se hace perentorio, entonces, volver a mirar a ese otro incómodo, deforme, incomprensible, que, a pesar de todo, es otro compañero de esta alegre lucha, y de los más valiosos, en tanto que su rostro magullado por el sufrimiento otorga nuevas herramientas para luchar en conjunto. La verdadera unidad yace en la exposición y aceptación de nuestras “rarezas”, no en la confrontación y vanagloria de unas dudosas “fuerzas”.

En definitiva, y en palabras de Stefan Zweig: “A veces el valor no es más que una debilidad invertida”. La cuestión ya no es más si la diversidad funcional es deformación de “lo humano”, sino si “lo humano” es esencialmente deforme.

Juan Fernando Gallego Barbier

Estudiante de filosofía de la Universidad de Antioquia y técnico auxiliar en tanatopraxia. Buscador de mundos más allá para entender este más acá, particularmente desde la literatura, la poesía y la religión.

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