Un episodio nacional reciente y una discusión mundial que no se detiene me han hecho pensar en esa lamentable costumbre de eludir las responsabilidades.
Empecemos con la realidad local. El miércoles, después de las agresiones y riñas del 3 de agosto en Bogotá entre algunos fanáticos de Independiente Santa Fe y Atlético Nacional, la alcaldesa de la capital publicó dos trinos que parecieron lavada de manos. Para Claudia López, como los torneos de fútbol son eventos “privados”, los “organizadores, equipos, barras y empresarios” deben garantizar “condiciones de seguridad, logística y convivencia” si quieren volver a usar El Campín.
Coincido en que todos debemos poner de nuestra parte para derrotar o, al menos, reducir los niveles de violencia. Al fin de cuentas, la acción de las autoridades públicas, encargadas de la seguridad, tiene pocas probabilidades de ser eficaz si no es respaldada por las creencias y conductas de los individuos. Pero la jefe natural del Partido Verde olvidó que es la máxima autoridad de policía del distrito -dueño del estadio- y, por tanto, responsable de proteger la vida, la integridad y los demás derechos de los habitantes de la principal ciudad del país, al cual ella sueña dirigir. Si su lógica se siguiera al pie de la letra, no se podría reclamar si roban en un edificio privado con vigilancia privada: para eso están la propiedad horizontal, los propietarios de los apartamentos y los guardas que ellos pagan. Por eso empezó a circular en redes el chiste según el cual su libro preferido es “La culpa es de la vaca” (no dudo de la inteligencia de quien manda desde el Palacio Liévano, escogida para gobernar, no para justificarse, y estoy convencido que ha leído cosas más serias, como la Constitución Política, texto del cual derivan sus deberes y que reconoce el derecho de los ciudadanos a pedirle cuentas por su gestión).
Un hecho global también enseña que la responsabilidad individual es un valor menos popular que otros, como la libertad, pese a que solo es responsable quien es libre. Con ocasión de la decisión de muchas personas de no vacunarse contra la COVID-19, a pesar del suficientemente documentado impacto devastador de la pandemia (201 millones de contagiados y 4 millones 207 mil fallecidos al momento de escribir) y de que su variante Delta, como titula El Tiempo, “pone a tambalear inmunidad de rebaño”, ha emergido una controversia acerca de si tenemos derecho a no vacunarnos o si, por el contrario, tenemos un deber de vacunarnos. Los motivos para no vacunarse van desde teorías de la conspiración sacadas de películas de ciencia ficción hasta convicciones religiosas, malentendidos sobre los porcentajes de eficacia de los biológicos, exageraciones de la prensa o erradas interpretaciones de la información relativa a efectos secundarios (muchas difundidas por influencers sin conocimiento) y argumentos médicos que parecen más serios y despiertan el escepticismo.
La disputa no ha sido zanjada definitivamente y la solución no parece simple. Mientras varios Estados (Arabia Saudita, Australia, Italia, Grecia, Reino Unido, etc.) han implementado la vacunación obligatoria para el personal sanitario y otras categorías de personas, la Defensora de los Derechos de Francia, Claire Hédon, ha cuestionado al Presidente Emmanuel Macron por emular tales prácticas, en particular el pase o pasaporte sanitario. En Estados Unidos, la Casa Blanca descartó la inmunización obligatoria, pero respalda a los empleadores que la exijan a sus trabajadores; CNN despidió a tres empleados que fueron a la oficina sin vacunarse; y, una declaración conjunta de las principales asociaciones médicas de ese país liderada por el doctor Ezekiel Emanuel, profesor de bioética de la Universidad de Pensilvania, ha propuesto la inmunización obligatoria para el personal de salud. En Colombia, por fortuna, la mayoría de nuestros líderes políticos parece haber alcanzado un consenso: la determinación de no vacunarse, como manifestación de la libertad individual, debe ceder ante el deber de proteger a toda la sociedad de una amenaza que es colectiva (el interés general prevalece, cuando hay conflicto, sobre el particular) y avanzan otros incentivos, como condicionar la contratación laboral o el ingreso a determinados sitios a estar vacunado y pequeñas donaciones del sector privado de bienes o servicios a quienes muestren el carné de vacunación. Finalmente, la vida en sociedad conlleva el deber de no abusar de los derechos y la obligación de actuar con solidaridad social: cuando toda la humanidad está amenazada y cuando los gobiernos, los organismos multilaterales, la comunidad científica y las empresas químico-farmacéuticas han llegado a un acuerdo sobre la urgencia de vacunarse, ponerse la inyección se vuelve una responsabilidad.
He dado estos ejemplos para ilustrar lo que, a mi modo de ver, refleja la impopularidad de la responsabilidad, que no es otra cosa que una tergiversación de la libertad. La libertad no es sinónimo de omnipotencia. Defender que un individuo decida sobre su vida no significa desconocer que existe lo que Marx llamó el “reino de la necesidad” (realidades no deseadas que condicionan o restringen nuestra libertad: las enfermedades, por ejemplo) ni suponer que los individuos no tenemos obligaciones frente al resto de la sociedad. Lo primero es iluso, lo segundo es de malcriados.
Con frecuencia, el “reino de la libertad” solo se expande si se lo limita con responsabilidades. La libertad, después de todo, es un derecho precioso, pero también es una carga: la carga de elegir y adecuar la conducta para alcanzar determinados fines o evitar determinadas consecuencias adversas. Y las únicas restricciones de la libertad aceptables en una sociedad democrática son aquellas que permiten avanzar el sistema total de libertades: hay que salvar a la libertad de los excesos de la libertad (los delincuentes son encarcelados porque representan un peligro para otros). Los motores de la vida humana son la libertad y la necesidad; para que la esfera de aquélla sea mayor que la de ésta hay que ser responsables, consigo mismos y con los demás. Esto aplica a los grandes acontecimientos de la historia y a los menos visibles, tanto para vencer un virus como para erradicar la violencia en los estadios de fútbol.
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