En primer lugar, quiero lamentar lo ocurrido en el municipio de Dosquebradas, departamento de Risaralda; es sumamente doloroso perder 16 vidas humanas en medio de estas circunstancias, tener más de 30 heridos y por lo menos una decena de personas desaparecidas que aún no han podido ser halladas por las unidades de rescate de la Defensa Civil, la Cruz Roja y el Ejército Nacional.
En segundo lugar, envío un mensaje de solidaridad a todas las familias que se vieron sorprendidas por la avalancha en la madrugada del pasado 8 de febrero en el barrio La Esneda, sector de la Avenida del Río, en donde una impresionante avalancha de lodo, piedras, palos y escombros, literalmente dejó sin absolutamente nada a decenas de familias que habitaban en este lugar; como Representante a la cámara valoro enormemente la intención del gobierno municipal y nacional, para brindar las ayudas necesarias a todas personas y socorrerlas en medio de estos momentos de angustia e incertidumbre.
Ahora bien, después de analizar detenidamente las imágenes de la tragedia, solicitar conceptos a especialistas en geología, hidrología e ingeniería, recaudar información y leer fuentes sumamente acreditadas en el tema, me siento en la obligación de dar mi punto de vista y manifestar algunas irregularidades en lo acontecido que pudieron prevenirse y evitarse.
Titulo esta columna como otra crónica de una muerte anunciada, porque lamentablemente hubo una serie de sucesos que llevaron a que esta tragedia ocurriera y nadie se percatara del peligro latente que había en este lugar. Primero, la negligencia de un gobierno local que permite la construcción de barrios y casas en una zona declarada como una falla geológica, ubicada en la ladera de un río y con una gran montaña a cuestas que ya se había venido abajo el 6 de octubre de 1976, dejando un saldo de 71 personas muertas, es decir, ya existía un antecedente delicado que pareció importarle poco a las autoridades que permitieron que emergieran y se construyeran nuevamente viviendas en la misma avenida que la naturaleza ya había devastado hace 46 años.
Segundo, la pasividad de un Estado frente al control y la regulación, que genera expectativas de derechos en las personas, situación que en el ámbito jurídico es denominada como confianza legítima, puesto que, si estas viviendas estaban construidas en zonas de alto riesgo, invasión o predios privados, el propio estado no tendría por qué garantizarles la estancia en estos lugares, por el contrario, debería buscar de inmediato alternativas de reubicación para evitar que se pusiera en riesgo la propia vida de cientos de personas.
Tercero, la existencia de una antigua y abandonada acequia, que no es más que un canal de riego para transportar agua, ubicada en la parte alta de la montaña, donde hace bastantes años, intentaron poner en marcha una pequeña central hidroeléctrica con el agua proveniente del Río Otún.
Frente a lo anterior, y ante lo impredecible que se ha vuelto el medio ambiente debido a los efectos del cambio climático que azotan al planeta entero, un temporal de lluvias que duró más de 24 horas provocó que este viejo canal se represara, el agua se desbordara y ante la fuerte presión ejercida por la misma, la montaña desplomara encima de las personas que a esa hora se levantaban, preparaban su desayuno o incluso, aún dormían.
De verdad que es triste, personalmente quisiera nunca tener que escribir sobre este tipo de tragedias que generan tanto dolor, pero que se pueden evitar con mayor prevención, respeto por las medidas institucionales y el efectivo cumplimiento de la normatividad ambiental y los planes de ordenamiento territorial de los municipios. ¿hasta cuándo van a suceder estos acontecimientos en Colombia? ¿Hasta cuando tendremos que seguirnos lamentado por desastres que se pueden evitar con un poco de orden y responsabilidad estatal?
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