Juan Daniel, el maestro mago

Juan tiene la capacidad de acceder a la vida psicológica de sus alumnos y de las personas con las que comparte
la educación no es llenar un cubo, sino encender un fuego.

 Sea lo que sea que puedas o sueñes que puedas, comiénzalo. Atrevimiento posee genio, poder y magia. Comiénzalo ahora.
Johann Wolfgang Von Goethe


La magia existe y no es el juego óptico de hacer aparecer conejos de un sombrero o partir con una sierra a una mujer en dos. Al menos eso entendí con el hombre que conozco hace varios años. Se llama Juan Daniel Pérez. En el tiempo que compartimos, él fue profesor de la IE Emiliano García de Girardota-Antioquia. En su labor pedagógica supo, con su palabra, transformar a muchas personas, incluyéndome.

Cuando lo nombro mago, me refiero específicamente a su capacidad de comprender el mundo que habita valiéndose de la filosofía y la palabra. La palabra de Daniel ayuda a comprender que el universo físico no es el resultado de un poder de creación original que actúa sobre la materia, sino que es el resultado del poder de la vida que actúa sobre sí-mismo, es decir, el fuero interno.

A esa especie de mago me refiero. El mago de la palabra que trasformó a sus alumnos en la Institución Educativa Emiliano García. Luego, se trasladó al municipio del Carmen De Viboral y sigue de docente en la Institución Educativa El Progreso. No obstante, hablé con alumnos de Juan del Emiliano García.

“Yo era un muchacho de 14 años, estaba en noveno. En ese momento, era buen lector, pero no tenía conciencia de que eso fuera una forma de vida. No conocía a ningún adulto que supiera leer y escribir. Juan fue el primero. Era muy particular. Se ofuscaba porque los profesores no leían. Los que más leían, leían El Colombiano. Pero a los que querían leer les recomendaba que, si leían 15 minutos, con eso era suficiente. Otra cosa era que ponía frases inquietantes en el tablero. Sólo para eso utilizaba el tablero.

Juan daba ética y español. Cada clase con él era una ruptura del esquema. Él nos mostraba como el sistema te hace daño. Por ejemplo, nos puso a investigar y escribir sobre lo que nos diera la gana. Era la primera vez que alguien me mandaba a hacer algo que quería. Investigué sobre el dibujo. Y me interesaba irme para Japón a estudiar animación.

Recuerdo que, en vez de organizar el salón, lo desordena. También, le daba prioridad a la lectura en voz alta. En el salón andaba con un libro, en fotocopia, bajo el brazo: ‘Cuentos orientales’.

La clase era escucharlo. Andaba con camiseta, collares y manilas. Declaraba que había sido hippie y que viajaba por el mundo leyendo la palma de la mano. Lo que más recuerdo era que él tenía el don de la palabra. Además, tenía una perspectiva distinta de las cosas. Decía que Jesús era el ‘mago Jesús’. Con esas declaraciones, uno que no tenía ni formación ni ganas de meterse en esas cosas de pronto se interesa. Por eso, es que, para muchos, Juan hacía magia.

Una vez me senté con un amigo en el pupitre de Juan. Él conversaba con otros profes de matemáticas y les hacía preguntas hasta enojarlos. Incluso, hacía otras cosas aparte de jugar con los profes. De pronto, sacaba un spray de frutas y se echaba en las manos. Y sonreía. Era misterioso. Por ello, le preguntamos por la magia, porque creíamos que era mago. Lo que me enteré era que la magia de él eran las palabras”, escribe Mauricio Hoyos, periodista y escritor.

Para muchos la magia es la ciencia de las relaciones ocultas. Entonces el mago tiene el poder de revelar la intimidad que subyace a todo. Con esa intimidad dirige la orquesta y modula el sonido caótico de los músicos con naturalidad. Así percibo la magia de Juan, y eso que no fui alumno suyo. Lo digo, porque después de conversar con él, puedo dimensionar su palabra en un evento ocurrido hace varios años. Recuerdo que él estaba sentado en el Kiosco de Girardota. Me senté en la mesa de al lado y él me invitó a la suya. Ese día me fui con ganas de llorar. Cada palabra suya iba dirigida a un lugar específico, como si tocara la cuerda indicada y al hacerla sonar le quitara el polvo que le impedía ser música. Por esos días estaba despechado. Juan Pérez hizo una pausa y se tomó un sorbo de tinto. Miró por la ventana. Después de unos minutos de silencio me dijo:

—Uno se pasa la vida buscando fuera de la casa lo que está en la casa. Por eso, se desboca con las mujeres por la urgencia de amor y hace invisible a la madre y hermanas por la razón de que no son objeto del deseo. El hombre se demora mucho en entender que la vida le da la madre y hermanas para que tenga a primera mano la información que necesita para relacionarse con las mujeres.

—Me gustaría volver a verte —dije con los ojos aguados.

—Mira, considero a mis amigos mis iguales, por eso prefiero a los amigos que a los discípulos porque no tengo nada que enseñar.

Juan pagó la cuenta y se marchó sin dejar cita o punto de encuentro.

Evoco ese recuerdo porque tiempo después, cuando me desempeñaba como promotor de lectura en la Biblioteca Pública de Girardota, volví a encontrármelo. Fuimos a la Plaza de Mercado a almorzar. Allá lo entrevisté con el fin de hacerle una crónica.

—No quiero figurar —advirtió.

—Está bien —acepté.

Sin embargo, abusando de la palabra y traicionándola un poco, se me ocurrió preguntarle a algunos conocidos, la mayoría ex-alumnos suyos: ¿cómo la presencia de Juan quedó en ellos?

La sorpresa fue muy grata. Nadie se negó a dar su opinión. Veamos:

“Recuerdo a Juan Pérez como un profesor con ganas de hacer las cosas diferentes y el amor por la literatura. Hacía que, por primera vez, al menos para mí, transcendiera un texto. Él fue un maestro humano. Nos enseñó a sentir y a ser. Además, nos puso a escuchar ‘Ojalá’ de Silvio Rodríguez”, dice Eliana Vahos.

“Con el profesor Juan Daniel Pérez me vi llamado por la literatura. Él logró sembrar dudas, y no porque él hiciera preguntas, sino porque me presentó a grandes maestros de la literatura. Así pues, agradezco al devenir por la mano que tendió en mi camino la novela ‘Siddharta’ de Hermann Hesse, y que tejió una amistad que derrumbó los límites de las aulas y que permanece con los años”, dice Cristián Palacio, actor, director de teatro y gestor cultural.

A Carlos Orlas, politólogo y docente, le pedí un párrafo y me escribió un texto donde se retrata de una manera poética ese perfil del profesor-mago:

Juan Pérez Poeta

Se notaba que además de saber cultivar flores, amores y amistades, Juan filosofaba poemas o poemaba filosofías. O sea que era un alquimista del verbo, a lo Jesús. Nunca lo sentí como un profesor; desde mi silencio, que era una forma de admirar su palabra reverberante, escuchaba como un arroyuelo, ‘murmullo nocturno’, la voz enamoradora de Juan Pérez. Me terminé de convencer de su extrañeza, virtud de la que carecían los profesores normales, normalistas o normalizadores, cuando nos puso a voltear las sillas del salón, siempre mirando hacia el frente, y cambiar de perspectiva: esta vez mirando hacia la ventana al lado izquierdo del salón. ¡Fue un momento mágico! Apenas estábamos volteados, el viento de la tarde se dejó escuchar como un silbido. Juan emana alegría de sus ojos clarísimos y dice como un niño asombrado, extasiado: ‘¡Escuchen el viento Ahhhh¡’. En otro momento (porque eran momentos y no clases los que se vivían con Juan) sacamos las sillas del salón y nos sentamos en el suelo. Escuchamos y reímos con la ocurrencia: escuchar la canción ‘Gracias a la Vida’ de Violeta Parra, en la voz atronadora de Mercedes Sosa, y todos libremente en el suelo.

Y así era con Juan. Parece un maestro a la antigua. Como esos poetas que fueron maestros de escuela —pienso en César Vallejo o en Sanín Cano— y que en sus clases lo que hacían era poetizar, es decir, jugar a mirar el mundo con los ojos del alma, con amor y locura. En otro momento Juan nos saca del colegio y nos lleva a una manga a escribir lo que fuera, pero con inspiración. De repente pasa un personaje vendiendo obleas de las grandes. Juan compra algunas y las comparte con tremenda sencillez y prodigalidad. No puedo dejar de pensar en la multiplicación de los peces. O en lo rico que sabe el alimento compartido. Tal vez, sea la extrañeza que daba salir del colegio a ‘pensar afuera’, en la manga, o poder ver correr las lindas compañeras con ese uniforme desatado y uno con ganas de darles besitos por ahí bajo cualquier árbol. Todo eso lo desataba Juan como un mago.

El punto máximo de estos momentos se da cuando Juan me presta un libro: ‘Fernando González’. Una recopilación de sus frases más agudas extraídas de todos los libros. Un libro de máximas que me convirtió tempranamente en un disidente, casi un rebelde. Me cuestionó profundamente hasta hacerme sentir absurdo. Me enseñó el peligro de la vanidad y de no ser auténtico. Me demoré dos años leyendo y releyendo ese librito que cabía en el bolsillo como le gustaba a su autor. Hasta que pude renunciar a esa sabiduría tan abrumadora y de ahí catapultarme hacia escritores más entenebrecidos y a la vez refrescantes: Dostoievski, Baudelaire, Rimbaud, Herman Hesse, Sábato. Todos desempolvados de las bibliotecas escolares donde Juan sabía refugiarse. Cuando le devolví el libro a Juan, con el que apenas conversaba desde un silencio que él sabe leer, me dice: ‘este es un hombre honesto’.

Bueno. La palabra de Juan es dulce, limpia, libre y liberadora. Pero Juan se veía que había vivido. No era un intelectual de pose. Menos un profesor conductista y mediocre. Tenía calle. Silencios. Meditaciones. Casi un brujo. Las mujeres eran encantadas. Los que se dejaban cautivar lo seguían. Fácilmente habría fundado a lo Gonzalo Arango un nadaísmo ‘escolar’, si acaso cabe tal cosa. En todo caso, nunca le dije nada. Hasta ahora. El instinto anarquista no me dejaba profesar admiración a un ser que ya le sobraba fama. Pero eso sí: lo escuchaba con una concentración y un respeto que me hacen recordar mil cosas con las que llenaría muchas páginas. Como una suerte de memorias del dulce infierno escolar. Una más que no puedo dejar pasar fue cuando, después de conquistar un silencio de ritual en el salón, saca una manito acariciadora y a uno por uno se nos va acercando. Cuando me tocaba el turno ya se sentía la excitación de todos los que habían sido acariciados. O sea que la manito llegaba magnetizada y provocaba un escalofrío delicioso en todo el cuerpo. Ahí sentí que un hombre puede acariciar a otro hombre y no necesariamente tiene que ser homosexual. La cópula es con el universo o, mejor, pluriverso.

Posteriormente, me convenció de buscar a mi padre que no conocía, a los 23 años de edad. Él sabe que propició un encuentro para nada romántico y sí revelador. Como estas palabras que me salen de la nada y que me brotan como agua de la peña. Juan el amado, bonito poder escribir estos recuerdos”.

Se puede inferir del texto de Carlos que al conversar con Juan da la sensación de que se está viajando por un pueblo de otras costumbres. En su discurso hay calles, lugares insospechados, silencios para comprender el trasfondo de sus palabras y paisajes que se recrean en la imaginación con gran facilidad. Su conversación es sencilla y bella. Además, sus cercanos no temen exponer sus miedos ante Juan porque no se sienten juzgados. De ahí que su mensaje llegue con asertividad. En resumidas cuentas, Juan lleva la docencia dentro y fuera del aula de clase. Él busca despertar la vida al brindarles a los alumnos y amigos el interés por el conocimiento para que emprendan el viaje de sentirse bien con la propia existencia. Por añadidura transforma realidades al propiciar encuentros significativos desde la conversación y el compartir. Por ello es bienvenido entre sus alumnos y amigos con los que juega billar, fútbol o ajedrez; mientras se toman un café y hablan de la vida, las estrellas o el misterio de llevar un hijo al pecho y decirle ‘te amo’ sin abrir la boca. En consecuencia, Juan Pérez construye un aprendizaje desde la complicidad. Por ejemplo, enfatiza en la práctica del solitario al enamorarlo de la lectura, la vida y los viajes para que indague sobre sus intereses personales y encuentre aquello que lo apasiona en la vida. Luego, trabaja las discusiones para potenciar las habilidades cognitivas. De esta manera, propicia procesos mentales desde la argumentación y la justificación. Claro, partiendo de la idea de que pueda —el alumno o amigo—, resolver conflictos individuales, familiares y sociales, con el fin de que gane independencia de criterio.

Así lo recuerda Melissa cañas, escritora y docente:

“En el año 2000, a mis doce años, entré a octavo y me había desentendido de los libros de texto: había entrado a un colegio estatal, a la Institución Educativa Emiliano García, y podía masticar chicle y maquillarme. Allí encontré a Juan Pérez. Tenía los ojos más bonitos que jamás hubiera visto, el motilado de un hombre —como se refería mi mamá a los hombres que llevaban el cabello peinado hacia atrás—, una barba no muy densa y una voz bellísima. Era un placer siempre escucharlo, más que todo, cuando leía poesía: eso sí era una delicia.

Hablaba con palabras que yo nunca había escuchado y de conceptos que, por más que pensara, no lograba comprender. Siempre llevaba jean azul y camiseta. Jamás lo vi caminar rápido. Se maravillaba de todo y tenía una explicación, igualmente, para cada cosa. Era fácil hacer amistad con él. Era muy jovial, sin perder esa figura de autoridad, por supuesto. Nos hicimos muy buenos amigos, y compartíamos las letras y el ajedrez.

Recuerdo que un día le dije que se inventara una actividad y que la pusiera en parejas. Él las escogería. Le pedí que me tocara con un chico que me gustaba, que en paz descanse, y él, Juan Pérez, sin vacilar, accedió. Ahora me rio de esas cosas, que, en su momento, fueron cosas de una adolescente”.

Juan tiene la capacidad de acceder a la vida psicológica de sus alumnos y de las personas con las que comparte. Él les muestra que tiene experiencias comunes con ellos y hace que sus cosas, a veces soterradas en el inconsciente, afloren y sea un tema de conversación y de aprendizaje. Esto, lo aplica Pérez desde el principio de que acceder al conocimiento del otro es precisamente acceder a la diferencia del otro. Sabe que el conocimiento del otro se constituye en el interior de una contradicción a partir de lo que se tiene de semejante con esa persona, en este caso alumno o profesor. Así ocurre con su amigo y profesor Fernando de Jesús Gutiérrez:

“Juan es un hombre de convicciones fuertes. Yo he conversado con él y me he dado cuenta de que él hace lo que le gusta. Cuando él va a trabajar con sus estudiantes y habla de cosas intangibles como es la filosofía, le pone alma corazón y vida. Él está en su salsa. Juan se fue del Emiliano. Estuvo conmigo en esta institución como 12 años. Es un gran amigo. Desde que nos vimos hubo una empatía. Es un hombre muy interesante. Además, le gustaban las cosas que me gustaban a mí: la lectura, la poesía, el futbol, la buena comida, el buen vino, y sobre todo es un excelente conversador.

Con Juan confirmé algo que he considerado hace mucho tiempo para conmigo y es que un verdadero matemático tiene honduras filosóficas. Por lo tanto, las matemáticas y la filosofía van de la mano. En la antigüedad filosofía y matemáticas eran un par de novias y con ellas se juntaba la poesía”.

Juan transforma la escuela. Hace de ella un lugar para la reflexión. Él descifró que los saberes escolares no son repetitivos y que el hecho de que un profesor repita el mismo discurso cada año impide recrear y reinventar esos saberes. Pues, el propósito de la escuela es darles herramientas a sus alumnos para que se puedan incorporar en una cultura, pensamiento y lenguaje. De esta manera, ayuda que un individuo se desarrolle en el interior de una sociedad. También, propicia encuentros con el otro porque las relaciones sociales son la base de la construcción de una cultura.

Por ello, Juan, por decirlo de alguna forma, es un emisor de saberes a los que le preceden un alto grado de conocimiento de sí mismo. Esto, y es lo sorprendente, le permite efectuar elecciones distintas de las de la bandada y expresarse de una manera que es la propia; con autenticidad y magnetismo.

Para concluir y evocar ese saber trasmitido que sigue siendo en el terreno de la amistad, un docente como Juan enseña por vocación y por tanto es un motor fundamental en la constitución del tejido social; él mantiene viva la capacidad de aprender y propicia el desarrollo de los talentos individuales. Además, encarna la tesis del poeta islandés William Butler Yeats cuando afirma que la educción no es llenar un cubo, sino encender un fuego. En suma, un docente como Juan inspira en el aprendizaje. Al menos así lo expresa en el siguiente texto Julián Ospina, filósofo, poeta y docente:

Saber y amistad

El recuerdo de un ‘maestro de escuela’ uno lo va desovillando a lo largo de la vida. La impronta más viva marcada en nosotros uno la identifica más honda a medida que atardece la vida. Nunca se olvida un buen profesor o un buen amigo. Más que a estos hay más probabilidad de olvidar una ‘buena’ mujer.

Un ser humano que ausculta la armonía en medio de la desconfiguración de las familias deja una huella y una seña, en-seña a peregrinar, a buscar, a soñar, a encontrar el propio camino. Judap —de quien hablo en este texto— en la escuela como en la canción Luis Eduardo Aute reivindica ‘el espejismo de intentar ser uno mismo’, sin que esto connote egoísmo mezquino sino, precisamente, encuentro de co-construcción del conocimiento, espacio abierto de la palabra, Ágora, como se llamó el periódico que tuvo a bien fundar y jalonar en lo que era la antigua idea de ‘varones’, la misma donde Emiliano García moriría en plena clase. La misma a la que un día llevaron a los ‘hombres de acero’ de los que el profesor en cuestión se gozó mientras jugaba ajedrez porque eran esos los hombres que caían por la cabeza, como los clavos de acero.

En cualidad de docente a ninguno otro profesor en el colegio le escuché hablar del ocio, de la argumentación y de la desnudez. La humanidad y el pensamiento crítico de este tipo de profesores, dicho sea sin ánimo de adulación, despierta una nostalgia, incluso amando uno ya la lectura, de quedarse niño y escuchar a Judap leer en voz alta o encararlo a uno con el abismo silencioso de la escritura.

Atribuyo a su labor la inclinación por las humanidades de decenas de sus estudiantes, lo que no es desdeñable si se tiene en cuenta la orientación que tiene la ‘institución educativa’ a la empresa, o sea a las máquinas que salen a trabajar a ellas, bien formaditas por los profesores que siempre dictaron: dictadores. Judap nunca dictó, insinuó libertad, era descontento e inconforme y sabía ver danza en la turbulencia. Tampoco se está vendiendo acá como modelo. Este ligero testimonio y el alcance que pretenda es como querer describir exactamente uno de los rostros de Perseo. Justo porque son múltiples los modos de ser con que Judap propiciaba saber y amistad. Quizá y según verso de Cernuda quiera todavía ‘arrancar una sombra/ olvidar un olvido’”.

Ahora bien, un docente como Juan, que enseña como un niño que aprende mientras juega, puede hacer con sus actos y palabras de la cotidianidad un evento mágico, milagroso y sorprendente.

Pérez manifiesta un principio antiguo de la magia y es la relación y la semejanza entre dos cosas distintas y que en él se fusionan en la palabra y en su forma de enseñar donde crea un espacio de intimidad. Y esa intimidad puede abrir, para muchos, umbrales de la conciencia que les permite sentirse cómodos en la vida, al ser testigos de un docente que posee una sabiduría fresca y en continua trasformación.

Juan Camilo Betancur E.

Fredonia, 1982. Periodista. Publicó el libro de micro-cuentos Los errantes (2013), la novela La mujer agapanto (2017) y la novela El escritor mago. Libro 1: la sociedad (2021).

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