Inercia institucional y violencia: dos dinámicas que van juntas

A continuación se propone una explicación político-económica y ético-filosófica de los actuales acontecimientos que ocurren en Colombia, en referencia a las protestas sociales de los últimos días, las cuales posiblemente continuarán. Desde el punto de vista económico se hace referencia a la posibilidad de acceso a bienes y servicios, al mercado laboral, a la propiedad, a los ingresos y a la capacidad de reproducción social. Desde la perspectiva política se hace referencia al acceso a las esferas de decisión pública, autodeterminación, participación, diálogo, transparencia y control de los gobernantes. El punto de vista ético-filosófico hace alusión a los conflictos morales que entran en juego en la lucha por un cambio de las instituciones sociales que definen el orden social. 

Partimos de la premisa (e incluso de la evidencia) de que generalmente, a lo largo de la historia, incluso en modelos democráticos de organización política, los cambios institucionales se han dado y se siguen dando de manera violenta, rara vez de forma pacífica. Las reformas no violentas de las instituciones no son la regla, sino la excepción ¿Por qué? Las sociedades organizadas caen en una inercia institucional que opone resistencia a cualquier tipo de cambio, lo cual desemboca en choques frontales entre quienes buscan el cambio y quienes se oponen a él. El proceso democrático debería servir para que ello no sea así, no obstante la evidencia desmiente y expone las falencias de las propias democracias para hacerle frente a las dinámicas cambiantes del entorno social, político y económico. En este artículo se tratará de dar respuesta a los motivos de tal inercia institucional.

Vale la pena aclarar que por instituciones se entiende aquel marco de comportamientos aceptados como válidos por un grupo amplio de personas, es decir, aquellas reglas que pretenden normalizar las actuaciones y las lógicas de juicio en las diversas esferas sociales de actuación. 

Partir de una explicación institucional (o inercia institucional) deja entrever que se deja de lado las interpretaciones simplistas, deshumanizantes y hasta clasistas de que los actos de violencia, tales como los saqueos, los bloqueos, los daños a la infraestructura, los atentados a la vida y a la propiedad, entre muchas otras formas de violencia, se deben a que son cosas de vándalos, terroristas, grupos violentos, desadaptados o gente mala afectando a gente buena. Tales interpretaciones se desechan no sólo porque no responden nada (porque decir que alguien hace cosas malas porque es malo no es una respuesta satisfactoria) sino también porque proponen un panorama estático que imposibilita la intervención pública, puesto que, al ser una violencia masiva, se concluiría que se debe a que somos una sociedad masivamente violenta. Si tal silogismo fuera válido, sólo quedaría entonces adaptarnos a la “natural” violencia de la sociedad colombiana. 

De igual forma se descartan explicaciones aún más preocupantes tales como que todo lo acontecido se debe a fuerzas oscuras de dominación por parte de organizaciones armadas ilegales que han llevado a las personas a las calles como carnadas (o soldados) para lograr objetivos “perversos”. Este tipo de explicación da a entender que tanto la autoridad como la legitimidad de tales organizaciones criminales supera a la del propio Estado colombiano. Es decir, el Estado de Colombia sería el intruso, el extranjero. Es claro que el país como organización política, jurídica, legislativa y administrativa no tiene presencia ni dominio sobre ciertas zonas del territorio, por tanto la autoridad recae sobre otros tipos de organizaciones externas al Estado legal colombiano, tales como las Farc, el ELN, el Clan del Golfo, entre muchos otros. Pero aplicar dicha lógica a la ciudad de Cali y al departamento del Valle del Cauca, sería poner en entredicho de manera estruendosa el proceso de construcción de Estado que hasta ahora se lleva, puesto que no se trata de un territorio apartado ni abandonado, sino de la tercera capital más importante del país y de uno de los departamentos más productivos y organizados del territorio nacional.

Por tanto, el enfoque explicativo del uso de la violencia como mecanismo para el cambio institucional va en un sentido que no pretende descalificar ni deshumanizar a quienes ejercen violencia, y tampoco pone en entredicho la autoridad y legitimidad del Estado en el territorio como actor primordial para intervenir los conflictos sociales. Por el contrario, propone una visión de la protesta como una petición a que haya más Estado o por lo menos una presencia diferente a la fuerza militar y de policía. 

La primera explicación económico-política ubica la lucha entre unos ganadores y unos perdedores del orden social existente. Toda institución, toda norma que pretenda imponer un orden social, generará ventajas para unos y desventajas para otros. A modo de explicación, la institución de la herencia es conveniente para quien hereda alguna propiedad y es desventajosa para quien no hereda nada. Puede que quien no herede sea más fuerte, más inteligente, más capaz, pero al haber nacido sin propiedad, el orden social existente lo hizo perdedor. Si se propusiera una institución que distribuyera a toda persona nacida en el territorio nacional un número igual de propiedad, el orden social resultante de tal institución generaría otros ganadores y perdedores. Lo mismo aplica, por ejemplo, en temas electorales, donde los departamentos con mayor población obtienen superior número de curules en el Senado, mientras que departamentos con baja población ni siquiera cuentan con representantes en tal recinto democrático. 

Desde el punto de vista económico, es fácil representar cuantitativamente el por qué de las protestas: desempleo global del 14%, tasa de desempleo femenino del 21%, desempleo juvenil del 22,5%, pobreza del 42%, 50% de los jóvenes sin educación superior, índice de GINI superior al 0.5, entre otros indicadores. Los malos datos no son cosa nueva ni resultado de la pandemia. Han sido constantes a lo largo del tiempo, lo cual debió interpretarse como una bomba social que estaba latente y que en cualquier momento iba a explotar. Por tanto, la pregunta no sería el por qué de las protestas, sino el por qué de su demora. Por supuesto, tales indicadores habían mejorado a lo largo del tiempo, pero ello no significa que en algún momento estuvieron bien o, por lo menos, aceptables. 

Debido a que las instituciones generan ventajas para unos y desventajas para otros, una de las promesas del modelo liberal de organización política, social y económica es la posibilidad de ascenso social ¿Existe en Colombia tal posibilidad de ascenso?, ¿qué componentes contribuyen con el ascenso social?, ¿cuáles instituciones regulan dichos componentes? Si partimos de preguntas como estas, el panorama cambia al tratar de encontrar soluciones de intervención. Por ejemplo ¿cómo se determina el ingreso a la educación superior?, ¿por qué muchas personas no cuentan con acceso al crédito?, ¿qué tipos de exclusiones sociales existen a la hora de acceder al mercado laboral?, ¿hay desigualdad de ingreso por género, por color de piel, por patrones étnicos?, ¿cómo se decide la destinación de los recursos públicos?, ¿quiénes determinan la agenda pública?

La inercia institucional, desde esta perspectiva, se debe a las intenciones de los ganadores de mantener sus privilegios, y de los perdedores a tratar de ser incluidos dentro de ellos. Solo tomemos un ejemplo: hoy en día, el acceso a la educación superior pública se hace por medio de un examen de admisión que intenta determinar el “mérito” del aspirante para poder acceder o no al cupo. Si aceptamos que las capacidades y habilidades para aprobar tal examen dependen en gran medida del colegio en que se haya estudiado, y que este a su vez depende del lugar y del estrato social en que haya nacido, es factible predecir que la mayoría de los cupos de la educación superior pública quedarán en manos de los estudiantes urbanos de los estratos 4, 5 y 6. Esto hoy en día es una realidad en la sociedad colombiana. Si se apelara por un cambio institucional, en el que ya no sea el “mérito” medido por un examen de admisión, sino por el estrato social, o por el haber nacido en zona rural, inmediatamente se generarían unos nuevos ganadores y perdedores. 

Es factible imaginar que un cambio institucional de este tipo se pueda dar de manera pacífica, pero generalmente no ha sido así. Incluso la inercia institucional en temas tales como la reforma agraria, la reforma política, la reforma a la justicia, la política de drogas, la destinación del presupuesto público, la reforma tributaria, el proceso de descentralización, entre muchas otras reformas que están a la espera, dan cuenta de ello y de la violencia que cada reforma acarrea. 

Ahora bien, desde un punto de vista ético-filosófico, tanto la inercia institucional como la violencia que se genera por un intento de reforma se debe a que cada institución está acompañada por una emoción. Las instituciones son una representación abstracta de lo que concebimos como el bien y el mal. Tal abstracción la materializamos a partir de las emociones, que, por ser sensitivas, se sienten reales. Por ejemplo, frente a la institución que dicta “no robar”, se concibe que robar está mal, por tanto, si alguien roba, es una ofensa y se debe sentir rabia. La institución se expresa en un sentimiento. 

Ahora veamos el conflicto que se genera entre dos principios igualmente válidos: robar está mal, pero que una persona aguante hambre por ser pobre también está mal (los sentimientos serían aún más intensos si quien aguanta hambre es un niño, una mujer embarazada o un adulto mayor). ¿Si sentir hambre está mal, y la única posibilidad que queda para calmar el hambre es robar, cuál institución prima más, el no robar o el no sentir hambre?

Muchos estarían tentados a responder que existen alternativas diferentes a robar para calmar el hambre, lo cual, además de que se aleja de la intención del ejemplo, demuestra un distanciamiento a esas otras realidades que viven muchas personas. Es decir, es un juicio emitido con el lente ubicado en otra posición. Como ya fue expuesto anteriormente, existen instituciones que generan ganadores y perdedores, como los casos de no contratación de personas con discapacidad y adultos mayores en el mercado laboral, criminalizar ciertas actividades económicas, prejuicios sociales, discriminación, entre muchos otros mecanismos de cerramiento a la inclusión social. Este tipo de circunstancias, de bloqueos a la incorporación en la sociedad, hacen que los excluidos decidan que el no sentir hambre prima sobre el principio de no robar, a pesar de que acepten que robar está mal. 

La existencia de conflictos de principios morales no son algo nuevo. De hecho, es conocido que la coherencia moral es una imposibilidad fáctica. Constantemente debemos estar resolviendo tales tipos de conflictos: ¿derecho a la movilidad o derecho a la protesta?, ¿acumulación o redistribución?, ¿interés público o interés privado?, ¿es defendible moralmente que una persona tenga grandes cantidades de tierra sin producir nada?, y aún si produjera algo ¿es defendible moralmente la acumulación de riqueza ilimitada a sabiendas de que hay personas que no tienen nada?

La resolución de los conflictos morales no tiene una única respuesta, pero el sólo hecho de aceptar que estamos presentes frente a un choque de principios es una ganancia que no se debe despreciar. Uno de los problemas actuales en las sociedades, no solo en Colombia, sino también en el mundo, es que se ha querido obviar las implicaciones éticas de las decisiones públicas queriéndolas arropar bajo el manto de “análisis técnico”. Las decisiones “técnicas” no son neutrales moralmente. Detrás de sus decisiones hay también una postura moral que elige un principio sobre otro. La pregunta relevante es ¿tales decisiones son acordes con los principios morales que definen a la sociedad actual, especialmente entre los jóvenes? 

Las protestas sociales evidencian un choque de principios morales en el que posiblemente se apela a un cambio en las prioridades de las instituciones que nos definen socialmente, como pasar de la individualidad a la solidaridad, de la acumulación a la redistribución, de la antipatía a la empatía. Personas que ven en el saqueo una forma de corregir una injusticia están expresando, por medio de un acto violento, que el no tener nada o el que pocos tengan mucho, mientras que otros muchos tienen poco, está mal, aún por encima del principio que dice que la propiedad privada debe respetarse a toda costa. 

Francis Fukuyama, politólogo estadounidense, en su libro “Los orígenes del orden político”, escribió que “el conservadurismo de las sociedades en relación con las normas es una fuente de decadencia política”, en el entendido de que la política es la dejación de la violencia como mecanismo de resolución de los conflictos sociales. Por tanto la resistencia a los cambios institucionales lleva a manifestaciones violentas, es decir, a la dejación de la política. Queda claro que el querer mantener los privilegios, más las emociones naturalizadas que implican las instituciones sociales aceptadas, son dos razones suficientes para quedarse en la inercia institucional. No obstante, tal resistencia, tal conservadurismo, necesariamente desembocará en respuestas violentas por parte de los perdedores del orden social existente o de quienes proponen una re-priorización de los principios morales que determinan a la sociedad. Oponerse al cambio o, por lo menos, a la discusión democrática traerá consigo nuevas dinámicas de violencia aún más complejas e indeterminadas.

Jorge Mario Ocampo Zuluaga

Politólogo de la Universidad Eafit con maestría en Gobierno y Políticas Públicas de la misma universidad. Investigador en temas de pobreza, desigualdad y Estado de bienestar.

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