Ninguna razón sobra o es suficiente si lo que soporta una creencia es un asunto ideológico.
La política y el amor tienen en común el hecho de que su objeto en la mayoría de los casos se refiere a una cuestión emocional. La razón, como diría David Hume, es esclava siempre de las pasiones y funciona sólo en términos instrumentales para definir los medios hacia un fin que puede ser elegido simplemente por el impulso de un deseo cualquiera. De esta forma, pienso que ser de izquierda, derecha, centro o pertenecer a algún ismo, rara vez está determinado por un análisis reflexivo sobre lo que deberíamos preferir.
Ahora bien, qué deberíamos preferir o describir quién podría tener la razón correcta para decirnos qué preferir no es lo que me ocupa. Más bien me gustaría comentar que al parecer, la gente asume posiciones previamente a la ocurrencia de los eventos con los que justifica esa posición misma. Los hechos de la vida se acomodan en una concepción ideológica que da motivos a cada uno para justificar sus creencias.
La globalización ha magnificado fenómenos derivados del flujo permanente de información, que sumado a nuestra natural voluntad de saber no sólo ha dado pie a la sociedad de conocimiento actual sino a la proliferación de noticias falsas como dispositivos. Cualquier creencia hoy en día puede ser justificada o legitimada a través de una búsqueda en internet, la ciencia no es una autoridad para decidir lo cierto de lo falso sino el uso de la influencia, como ha sido siempre. Las crisis económicas, bélicas o de salud pública como una pandemia, dejan en descubierto a los regímenes de gobierno y lo que las redes sociales pueden evidenciar son los dispositivos de los que se valen para legitimar los discursos.
En Twitter tanto como en la escena política nacional e internacional se libra una batalla de relativización moral que establece siempre una dualidad entre los gustos, las políticas, las opiniones, todo mediado por una relación de poder que atrinchera las posiciones a favor o en contra de todo. Se ha influido en política y pasó con el plebiscito en el 2016, cuando el No ganó entre otras gracias a la inteligencia de datos, fake news coordinadas en redes que “emberracaron al electorado”, dicho por Juan Carlos Vélez; para ir más lejos también pasó en la elección de Trump en EE.UU. y el BREXIT en Inglaterra, obedeciendo a la misma estrategia. Existe documentación suficiente y hasta series al respecto que muestran la táctica de manipulación electoral y la vulneración de la privacidad de la que se valen medios como FOX, que ahora ha embarcado en Colombia con la ambición de los Gilinsky de hacer su propia versión con la Revista SEMANA, favor encomendado a Vicky Dávila.
El juego de las subjetividades encaja en nuestra cultura política acercándonos a los Estados Unidos, las redes sociales han sido escenario de ello y Donald Trump al igual que Álvaro Uribe terminan representando posiciones muy similares. El fanatismo alrededor de estas figuras va más allá de que haya evidencia en contra, son la expresión de una sociedad que se retrotrae a las demandas de la época por una pasión que se refleja en la tradición, la añoranza por el pasado o los intereses económicos. En Europa resurge un movimiento de ultraderecha que podría denominarse neonazi, propugnan por lo que han llamado un reemplazo demográfico ideando un país sin ciudadanos extranjeros; la misma idea de raza superior que vuelve después de tantos años a calar en el imaginario de los sectores más retardatarios. La tradición ultraconservadora criolla es bien conocida por su anuencia de los legados fascistas desde Laureano Gómez y el fenómeno paramilitar presente en nuestra historia desde entonces; ahora empotrados en el poder se ufanan de sus relaciones con Trump, Bolsonaro y se logró incidir como nunca había pasado en la elección de una amenaza a la democracia del país más poderoso del mundo. Al uribismo se le debe la movilización de casi 400 mil votos por Trump en La Florida, algo que fue decisivo para que éste hoy infunda la idea del fraude pues muy pocos presidentes han logrado su cargo sin ganar este Estado.
La sociedad actual hiper conectada, pero a la vez hiper controlada ha mostrado que puede poner en jaque la libertad y no es necesario que como ciudadanos nos pongamos de acuerdo en un asunto institucional, de elección, que haya mayoría o democracia. El trumpismo y el uribismo no se acabarán si salen del poder, seguirán incubando una narrativa que vivirá mientras existan dualismos izquierda-derecha, libertad-orden. Si nuestra concepción de lo que debería ser el mundo o lo que motiva nuestra toma de partido sobre alguna posición política se basa en una cuestión ideológica, de derecha o izquierda, necesariamente va a terminar distorsionando una realidad para beneficiar una clase dominante.
Lo que hace pensar que son razonables ideas como que es preferible no aplicarse una vacuna, que la pandemia es una guerra biológica que viene de China o que existe una conspiración internacional alrededor de la tecnología 5G, obedece a un carácter idiosincrásico. Ahora bien, la autoridad y la tenacidad con las que se han enraizado nuestras creencias, sumado a la relativización que se da en las redes sociales sobre todas las cuestiones, hace que se trivialicen asuntos cruciales y terminen reducidos a un gusto. Preferir un plato de comida sobre otro ya se ha vuelto lo mismo que estar de acuerdo o no con que la mujer tenga autonomía sobre su cuerpo; los acuerdos se reducen a quién se opone sobre el otro segmento de la población y no por un consenso en sí mismo. Cuidado con el dogmatismo de las ideas que pululan en tiempos de crisis.
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