Hemingway, entre la vida activa y la vida contemplativa

El fuego de la metralla martillando los tímpanos, una corrida de toros en Pamplona, el sudor mezclado con sangre del gran boxeador cayendo en la lona, un pez de dieciocho pies de largo atado al costado de un bote, un cóctel en una playa cubana, una carrera de caballos, una máquina de escribir echando humo, el sonido de un disparo en la cabeza. Hemingway fue, sin duda alguna, el personaje principal de una película de acción a quien premiaron con el Premio Nobel de literatura.

Cuando se piensa en un hombre de letras se le imagina lento y silencioso, pasando sus días en algún lugar retirado, organizando palabras y oraciones sin más pasa tiempo u ocupación que la lectura de libros gordos y la compañía de otros hombres aburridos, una vida contemplativa no muy digna de admirar comparada con la de un magnate, un cantante o un futbolista. Hemingway rompe de manera abrupta el paradigma y elimina la falsa dicotomía entre la vida dedicada a la acción y la destinada a la contemplación.

Rechazando la literatura de ideas, sus libros están plagados de pescadores y soldados, de personas que trabajan con sus manos, que se comunican con el otro y con el mundo a través del desarrollo y perfeccionamiento de un oficio. Al igual que su vida, su obra es una aventura, narrada por medio de conversaciones y justo en el medio de la acción. Quien se adentra en ella se verá irremediablemente cara a cara con la emoción de lo que fue su vida, pues sus libros son un contenedor de experiencias, filtradas y pulidas por la pluma, convertidas en ficción.

A veces, cuando el exceso de libros que derraman erudición me produce desasosiego, cuando las historias que he leído se vuelven ajenas y parecen no decirme nada acerca del mundo que veo todos los días, la imagen del viejo Santiago tomando café servido en una lata de leche condensada antes de salir de pesca me reconcilia con la literatura, me convence de que esta se encuentra unida a la vida en una relación simbiótica en la que ambas se enriquecen y avanzan juntas.

Y no es que la decena de páginas que puede emplear Proust describiendo cómo rescató de su memoria el olor de una magdalena que comió en su infancia, o los quejidos desesperados del joven Werther antes de quitarse la vida no muevan fibras profundas de mi ser, es que existen momentos en los que solo podemos identificarnos con la escritura de un hombre que supo retratar de manera sencilla y magistral los temores de un hombre promedio, que nos saca del letargo, que nos hace sentir que la vida no solo hay que leerla, sino también vivirla.

Para destruir el imaginario del escritor marginado, para enganchar a un nuevo lector, para quien esté en conflicto con la erudición y para cualquier amante de las buenas historias, tal vez Hemingway pueda tener la respuesta o la solución que se estaba buscando.

Felipe Bedoya Muñoz

Lector, abogado, especialista en responsabilidad, candidato a mágister en literatura.

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